Los padres de san Inocencio vivían en Tortona, al norte de Italia. Aunque eran cristianos, un edicto del emperador los libró de todas las molestias durante la persecución. Pero el privilegio de los padres no alcanzaba a los hijos, de suerte que, a la muerte de aquéllos, san Inocencio compareció ante los magistrados. El joven se rehusó valientemente a ofrecer sacrificio a los dioses, fue torturado y condenado a morir en la hoguera. La víspera de la ejecución, Inocencio tuvo un sueño, en el que su padre le aconsejó que se refugiase en Roma. Cuando se despertó, vio que el guardia estaba dormido y escapó de la cárcel. El papa san Melquiades le acogió amablemente en Roma. El papa san Silvestre le confirió el diaconado y le nombró obispo de Tortona a la muerte del emperador Constantino. Durante los veintiocho años que duró su episcopado, san Inocencio trabajó celosamente por la propagación de la fe, también construyó numerosas iglesias y convirtió varios templos paganos en santuarios cristianos.
Estos datos provienen de una vida muy posterior y poco fidedigna del santo, que se halla en Acta Sanctorum, abril, vol. II. Pero el P. F. Savio demostró en Analecta Bollandiana, vol. XV (1896), pp. 377-384, que san Inocencio existió realmente y que hay ciertos fundamentos de verdad en la leyenda, aunque el conjunto es imaginario. Pero véase también el folleto del canónigo V. Legé (1913), a cuyas objecciones respondió más tarde el P. Savio.