Alrededor del año 1010, Don Sancho, conde de Castilla, fundó una casa de religiosas en Oña y la dejó al cuidado de su hija Tigrida. Posiblemente se trataba de un monasterio doble, para hombres y mujeres, aunque no nos han llegado noticias más que de las monjas; pero de todas maneras, sucedió que, a poco de existir, la observancia del claustro cayó en un profundo relajamiento. El rey Sancho el Grande, muy preocupado por aquel estado de cosas en la casa religiosa fundada por su suegro, decidió poner fin al desorden. El monarca era un decidido partidario de las reformas hechas en Cluny y ya las había introducido en sus dominios. En la abadía de San Juan de la Peña, el primer monasterio que adoptó la regla reformada, hizo el rey un reclutamiento de monjes para reemplazar a todas las religiosas de Oña, alrededor del año 1029. Para dirigirlos, nombró a un discípulo de san Odilio, apellidado García, que murió sin haber comenzado a realizar la difícil tarea. Por consiguiente, era de vital importancia conseguir a un sucesor capaz de desempeñar el cargo con eficacia.
Por aquel entonces vivía en las montañas de Aragón un ermitaño muy virtuoso, llamado Iñigo, que gozaba de una enorme reputación por la austeridad que practicaba y los milagros que obraba. Era oriundo de Calatayud, en la provincia de Bilbao y había tomado el hábito en el monasterio de San Juan de la Peña. Se afirma que ya ocupaba el cargo de prior, cuando se sintió llamado a reanudar la vida de soledad que había llevado antes de ingresar al convento. Se hallaba de nuevo en su amado retiro de los montes agrestes, cuando el rey Sancho descubrió que Iñigo reunía todos los requisitos necesarios para gobernar a los monjes de Oña y le envió a sus embajadores con mensajes apremiantes. Pero fueron en vano súplicas y mandatos: Iñigo se negaba resueltamente a abandonar su retiro. Fue necesario que el rey, en persona, se llegara a aquel lugar inaccesible para que el ermitaño se aviniera a aceptar el cargo. Muy pronto se comprobó que la elección había sido acertada. Bajo el gobierno de Iñigo, la abadía prosperó notablemente, tanto en santidad de vida como en el número de novicios que acudían a solicitar su ingreso. El rey Sancho, muy complacido con los resultados, colmó de donaciones y privilegios a la fundación de su suegro.
Entretanto, la favorable influencia de san Iñigo sobrepasaba los muros del convento de Oña: gracias a sus buenos oficios y a su ejemplo, se restableció la paz entre diversas comunidades religiosas que hasta entonces, estuvieron divididas por enconadas disputas; las muchas personas que acudían a confiarle sus querellas, volvían apaciguadas; la bondadosa dulzura del santo, domesticó a varios hombres de pasiones violentas. Cierta vez en que una prolongada sequía amenazaba con arruinar las cosechas, las oraciones de san Iñigo atrajeron las lluvias copiosas. Se dice que, en otra ocasión, dio de comer a una multitud con tres piezas de pan. Hallándose a dos leguas de su abadía, cayó presa de un súbito mal que habría de ser funesto. Dos monjes, que salieron a buscarle alarmados porque ya era de noche y el abad no aparecía, le llevaron en vilo hasta el convento. Al llegar, impartió la orden de que se dieran refrescos a los muchachos que habían escoltado a la comitiva alumbrando el camino con antorchas y, como nadie más había visto a los muchachos ni las antorchas, se dio por sentado que san Iñigo había visto a los ángeles. Poco después, murió, en el día l de junio de 1057, y su desaparición fue llorada por todos, aun por moros y judíos. San Iñigo fue canonizado por el Papa Alejandro III un siglo más tarde.
Existe una breve biografía de san Iñigo escrita en latín, que Mabillon y los bolandistas reimprimieron en el Acta Sanctorum, junio, vol. I; pero es mucho más digna de confianza la información que sobre él nos proporciona Fray Fidel Fita, en dos colaboraciones suyas para el Boletín de la Real Academia de la Historia, Madrid, vol. XXVII (1895), pp. 76-136 y vol. XXXVIII (1901), pp. 206-213. En esos artículos se encuentran pruebas de que existió un culto litúrgico en fecha muy antigua. Véase también a Flórez, España Sagrada, vol. XXVII, pp. 284-350. No son muy claros los datos referentes a la forma y la fecha de la canonización, pero sí se tiene la certeza de que, en 1259, el Papa Alejandro IV concedió indulgencias a los que visitaran la iglesia de Oña «durante la fiesta del Bendito Iñigo, confesor, antiguo abad del mencionado monasterio»; véase también la obra de E. W. Kemp Canonization and Authority (1948), pp. 83-85. Parece ser que, por devoción al genial abad que organizó e hizo famoso a Oña, se impuso a San Ignacio de Loyola en la pila bautismal el nombre de Iñigo. Muchas de las firmas del gran santo en sus primeros escritos, conservan ese apelativo. Ver la Analecta Bolandiana, vol. LII (1934), p. 448 y vol. LXIX (1951), pp. 295-301.
Imagen: estatua de san Iñigo en la iglesia de San Salvador en Oña.
N. de ETF: cabe aclarar que Calatayud se encuentra en el territorio de Aragón, no de Bilbao. Posiblemente el error -que me es imposible saber si proviene del Butler original o del P. Guinea, traductor- se debiera a que el nombre romano de Calatayud era Bilbilis, y el gentilicio de los habitantes de Calatayud es Bilbilitano.