San Heriberto, uno de los prelados más distinguidos de la diócesis de Colonia, nació en Worms, en el Palatinado del Rin. Como se mostró ansioso de estudiar, fue enviado a la célebre abadía de Gorze en Lorena. Ahí hubiera entrado gustoso a la Orden de los Benedictinos, pero su padre, que tenía otras ambiciones, lo llamó definitivamente a Worms, donde se le dio una canonjía y fue elevado al sacerdocio. Heriberto se ganó la confianza del emperador Otón III, de quien llegó a ser canciller, y en 998, fue elevado a la sede de Colonia en medio de la aprobación general. El único que disintió fue el propio Heriberto, quien declaró y firmemente creía, no ser merecedor de tan alta dignidad. De Benevento (a donde fue enviado por Otón) pasó a Roma y allí el Papa Silvestre II le dio el «palio». Un frío día de diciembre, llegó humilde y descalzo a Colonia a donde había enviado el «palio» con anterioridad. El día de Navidad fue consagrado arzobispo en la Catedral de San Pedro de Colonia, y desde ese momento se dedicó infatigablemente a los deberes de su alta vocación. Los asuntos de Estado nunca le impidieron predicar y consolar a los enfermos y pobres, así como el actuar de pacificador en su diócesis. No despreciaba el esplendor externo que su alta posición pedía, pero bajo sus vestiduras bordadas de oro siempre usaba un cilicio. Cuanto más los asuntos del mundo le entretenían, más extremadamente se esforzaba por alimentar su vida espiritual.
Poco después de tomar posesión de su sede, Heriberto acompañó al emperador en su última visita a Italia, pues Otón falleció allí probablemente a consecuencia de las viruelas y no envenenado, como se ha creído. De acuerdo con los deseos del finado, san Heriberto llevó su cuerpo a Aachen, donde se le dio sepultura. Habiendo previsto la disputa por la corona, san Heriberto también creyó su deber llevar consigo la insignia imperial con objeto de entregarla al nuevo soberano. El pretendiente más cercano al trono, el duque Enrique de Baviera, infortunadamente malinterpretó la actitud de san Heriberto, y llegó a la conclusión de que éste prefería el trono para otro. Como consecuencia, san Heriberto se vio privado del favor del duque, aun después de que san Enrique fuera elegido emperador, a pesar de haberse mostrado leal a él. Parece que san Enrique no le quitó el cargo de canciller, pues en los edictos de 1007 y 1008 aparece su firma. No fue sino al final del reinado de Enrique, cuando éste se dio cuenta de la virtud y buena fe del gran arzobispo y aun llegó a tener una reconciliación pública con él. San Heriberto gustosamente hubiera dejado todos los asuntos seculares para tener libertad de dedicarse a las propias necesidades espirituales y a las de su diócesis. Con el dinero que Otón III le legó, terminó de construir un monasterio y una iglesia al otro lado del Rin. Sus rentas las dividía entre la Iglesia y los pobres, reservando para sí lo estrictamente indispensable. A menudo se escabullía para ir a ver a los enfermos y pobres a sus casas y hospitales, los consolaba y lavaba sus pies. Su ejemplo inspiró a muchos a hacer lo mismo. No limitó su caridad a Colonia, sino que enviaba dinero a los sacerdotes de otras ciudades para ayudar a los pobres e indigentes. Durante una gran sequía, organizó una procesión de la iglesia de San Severino a la de San Pantaleón, exhortando a la gente a hacer penitencia y confiar en Dios. Algunos de los presentes aseguraron haber visto una paloma blanca volar sobre la cabeza del santo durante la procesión. Al llegar a la iglesia de San Severino, Heriberto se dirigió hacia el altar mayor y, haciendo una profunda reverencia, comenzó a orar fervorosamente por su gente. Apenas terminó, una lluvia torrencial cayó sobre la región, que así fue salvada del hambre. Organizó otra procesión alrededor de las murallas de la ciudad en la semana de Pascua para alejar las plagas y el hambre. Esta costumbre se llevó al cabo hasta fines del siglo dieciocho.
Celoso del mantenimiento de la disciplina entre el clero, hacía frecuentes visitas en su diócesis. En una de ellas contrajo una fiebre que debía ser fatal. Con gran fervor, el santo recibió el viático y luego permitió lo transportasen a Colonia. Después de encomendarse a Dios, a los pies de un crucifijo en la Catedral de San Pedro, fue trasladado a su casa, donde poco después exhaló su último suspiro. Su cuerpo fue colocado en Deutz, donde muchos milagros fueron atribuidos a su intercesión. El arzobispo fue fundador de la abadía y el santuario del monasterio de Deutz y desde luego los monjes estaban deseosos de que su memoria se guardara en veneración. Así una corta biografía suya fue escrita por Lambert, uno de los monjes.
Esa biografía fue impresa por los bolandistas, así como en el vol. IV de MGH. (Scriptores). La misma biografía, pero un poco más extensa, se puede encontrar en el Acta Sanctorum, marzo, vol. II y en Migne, PL. vol. CLXX, cc. 384-428, escrita por el famoso Ruperto de Deutz. El texto que sirvió para su canonización había sido aceptado sin suspicacias, pero en los últimos años se demostró que era una falsificación del siglo diecisiete. Ver Analecta Bollandiana, vol. XXVII, (1908) p. 232 y vol. XXXII (1913), p. 96. También se puede encontrar bastante sobre la vida del santo en Kleinermanns, Die Heiligen auf den erzb, Stuhl von Koln, vol. II. Nota de ETF: no parece que haya habido ninguna canonización formal, aunque algunos sitios indican en 1075 o en 1147.