A pesar de que las narraciones sobre este santo provienen de fuentes de información tardías y no muy dignas de confianza y, además, han sido complementadas con relatos de milagros edificantes pero muy sospechosos, es evidente que perteneció a esa categoría de almas sencillas y calladas de trabajadores o peregrinos, como las de san Alejo y san Isidro Labrador, en la antigüedad, hasta san Benito José Labre, ya más cercano a nuestros tiempos. San Guy (Guyden), llamado «El Pobre Hombre de Anderlecht», nació en el campo, cerca de Bruselas, de padres pobres, pero muy virtuosos y, en consecuencia, contentos con lo que tenían y satisfechos de la vida. Los humildes campesinos no pudieron dar a su hijo educación en una escuela, aunque eso no les preocupó demasiado, pero cuidaron en cambio de instruirle, desde su más tierna edad, en la fe cristiana y las prácticas de la religión, sin dejar de repetirle las palabras que Tobías dijo a su hijo: «Tendremos muchas cosas buenas si tememos a Dios». San Agustín afirma que Dios cuenta entre los réprobos no sólo a los que reciben todo su bienestar en esta tierra, sino también a aquéllos que se lamentan por haberse visto privados de él. Eso era lo que más temía el joven Guy. A fin de evitarse aquella condenación, nunca cesó de rogar a Dios que le concediera la gracia de amar la condición de pobreza en que lo había colocado la Divina Providencia, y que le permitiera soportar con alegría todas las penurias. Asimismo, la caridad ardiente de Guy no tardó en ponerse de manifiesto: desde pequeño, acostumbraba a compartir su comida, bastante escasa por cierto, con los pobres y, a menudo, se quedaba en ayunas para que ellos comieran.
Al convertirse en un joven ambicioso y emprendedor, Guy se fue de su casa y anduvo errante durante algún tiempo, hasta que llegó a la iglesia de Nuestra Señora, en Laeken, no lejos de Bruselas, y se detuvo ahí largo tiempo. El sacerdote que atendía la iglesia, lo observó y quedó impresionado por el fervor y la constancia del chico y le retuvo para que le ayudara como sacristán. Guy aceptó de buen grado aquel oficio y lo desempeñó con tan buena voluntad que, bajo su dirección, todo aparecía limpio y ordenado; la iglesia cambió de aspecto, y los fieles acudieron en mayor número. Guy, como tantas otras gentes sencillas, se dejó convencer por un mercader de Bruselas para que invirtiese sus pobres ahorros en una empresa comercial, pero con el poco común objetivo de tener más dinero para distribuirlo entre los pobres. El mercader le propuso multiplicar su capital, si entraba en sociedad con él; para Guy no era fácil rebatir al traficante y, como creía obtener buenas ganancias, aceptó las propuestas. Partió con el comerciante, pero apenas había zarpado el barco cargado con las mercaderías de los nuevos socios, cuando naufragó frente a la costa y todo se perdió. Guy trató de recuperar su puesto de sacristán en la iglesia de Laeken, pero ya se lo habían dado a otro y, así, se encontró destituido y sin un céntimo. Comprendió su error de dejarse llevar por su primer impulso y se culpó a sí mismo por el paso en falso que había dado. A manera de reparación por su locura, Guy hizo una peregrinación a pie hasta Roma y de ahí a Jerusalén. Visitó las basílicas más célebres y los lugares más santos del mundo cristiano. Al cabo de una ausencia de siete años, regresó a Bélgica en un estado lamentable por la fatiga de su larga caminata, las privaciones de innumerables jornadas en las que sólo comía lo que le daban de limosna, por las enfermedades contraídas y muchos otros sufrimientos que debió soportar. Materialmente a rastras, llegó a Anderlecht, donde fue admitido en el hospital y, poco después, entregó el alma a Dios. Fue enterrado en el cementerio local y, luego de que se realizaron algunos milagros en su tumba, sus reliquias se trasladaron con toda solemnidad a un santuario. Entre los cocheros, mozos de cuadra y otras gentes que trabajan con caballos, se rinde hasta hoy un culto popular a este santo.
San Guy, a quien los flamencos conocen con el nombre de San Wye, cuenta con una biografía bastante extensa y detallada que se halla impresa en Acta Sanctorum, sept., vol. IV. A su culto se vinculan muchas leyendas y tradiciones populares; sobre éstas ver a E. H. van Heurck, en Les Drapelets du pélérinage en Belgique a F. Mortier, en Folklore Brabancon, vol. X, 1930, pp. 46-55 y a J. Lavalleye, en Annales de la Soc. d'archéol. de Bruxelles, vol. XXXVII (1934), pp. 231-248.