Ezequiel fue contemporáneo de Jeremías, testigo como él de la caída y ruina de Jerusalén y del reino de Judá, pero, a diferencia del aquel otro, Ezequiel vivió por sí mismo la experiencia de los restos de Israel estableciéndose en el exilio, en Babilonia, cuando parecía que toda esperanza de subsistir como pueblo de Dios se acababa. Y no sólo no acabó, sino que de esa comunidad disminuida y vuelta a disminuir salió -un siglo más tarde, y en gran medida por obra de Ezequiel y su escuela- lo que nosotros conocemos como «judaismo», de esa comunidad salió la Ley judía tal como la conocemos, la comunidad cúltica, etc. en fin, los rasgos que muchas veces extrapolamos hacia atrás y queremos ver en Moisés, pero que realmente nacieron, o se desarrollaron, recién a partir del siglo VI aC, en el destierro babilónico. El siguiente texto es la introducción al libro de Ezequiel en la Biblia del Peregrino, del P. Alonso Schökel, tomo II-1, pp. 291-2.
No sabemos cuándo nació. Probablemente en su infancia y juventud conoció algo de la reforma de Josías (621), su muerte trágica, supo de la caída de Nínive y del ascenso del nuevo Imperio Babilónico. Siendo de familia sacerdotal, recibiría su formación en el templo, donde debió de oficiar hasta el momento del destierro (597). Para él, Jeconías (Yehoyakin) es el verdadero continuador de la dinastía davídica. En el destierro recibe la vocación profética, que lo hace una especie de hermano menor de Jeremías: son los dos intérpretes de la tragedia, en la patria y en el destierro.
Su actividad se divide en dos etapas con un corte violento. La primera etapa dura unos siete años, hasta la caída de Jerusalén (587); su tarea en ella es destruir sistemáticamente la falsa esperanza; denunciando y anunciando hace comprender que es vano confiar en Egipto y en Sedecías, que la primera deportación es sólo el primer acto, preparatorio de la catástrofe definitiva. La caída de Jerusalén sella la validez de su profecía: se ha sepultado una esperanza. Viene un entreacto de silencio forzado, casi más trágico que la palabra precedente. Unos siete meses de intermedio fúnebre sin ritos ni palabras, sin consuelo ni compasión. El profeta comienza la segunda etapa pronunciando sus oráculos contra las naciones: a la vez que socava toda esperanza humana en otros poderes, afirma el juicio de Dios en la historia. Después comienza a rehacer una nueva esperanza, fundada solamente en la gracia y la fidelidad de Dios. Sus oráculos precedentes reciben una nueva luz, su autor los completa, les añade nuevos finales y otros oráculos de pura esperanza.
Ezequiel está familiarizado con la mentalidad y el estilo de ios sacerdotes: se le nota en sus fórmulas declaratorias, en su temática del culto, en sus desarrollos casuísticos. También conoce la tradición profética, y con frecuencia explota temas y motivos tradicionales: unas veces una simple imagen se transforma en toda una visión, otras veces una metáfora sirve para un amplio desarrollo imaginativo; también sabe crear imágenes nuevas, sin la riqueza y variedad de Jeremías, sin la concisión de Isaías. Su sentimiento tiende a lo patético, que se transforma fácilmente en retórica (aun suprimiendo probables adiciones). La tendencia intelectual lo lleva a componer grandes cuadros articulados o a sintetizar simplificando. El intelectualismo es la mayor debilidad de su estilo: con frecuencia la razón apaga la intuición, el alegorismo deseca una imagen válida, las explicaciones ahogan el valor sugestivo. Algunos de sus defectos resaltan más en la simple lectura; si declamamos sus oráculos, cobran relieve sus juegos verbales, sus palabras dominantes repetidas y llega a imponerse el ritmo de su verso libre o prosa rítmica.
Sucede como con los otros profetas: el libro de Ezequiel no es enteramente obra de Ezequiel. Primero, porque su actividad literaria es oral, compuesta en la cabeza y para la recitación, conservada en la memoria y en la repetición oral, difundida por el profeta y por sus discípulos. Si Ezequiel escribió algo y comenzó a reunir sus oráculos, lo que hoy conocemos como libro de Ezequiel es obra de su escuela. Por una parte, se le incorporan bastantes adiciones: especulaciones teológicas, fragmentos legislativos al final, aclaraciones exigidas por acontecimientos posteriores; por otra, con todo ese material se realiza una tarea de composición unitaria de un libro. Su estructura es clara en las grandes líneas y responde a las etapas de su actividad: hasta la caída de Jerusalén (1-24); oráculos contra las naciones (25-32); después de la caída de Jerusalén (33-48). Esta construcción ofrece el esquema ideal de amenaza-promesa, tragedia-restauración. Sucede que este esquema se aplica también a capítulos individuales, por medio de adiciones o transponiendo material de la segunda etapa a los primeros capítulos; también se transpone material posterior a los capítulos iniciales para presentar desde el principio una imagen sintética de la actividad del profeta.
El libro se puede leer como unidad amplia, dentro de la cual se cobijan piezas no bien armonizadas: algo así como una catedral de tres naves góticas en la que se han abierto capillas barrocas con monumentos funerarios y estatuas de devociones limitadas. En la lectura debemos sorprender sobre todo el dinamismo admirable de una palabra que interpreta historia para crear nueva historia, el dinamismo de una acción divina que, a través de la cruz merecida de su pueblo, va a sacar un puro don de resurrección.