Acerca de Cleofás tenemos dos referencias, una, de la que se hace eco el elogio del Martirologio Romano, proviene del propio texto del Evangelio (Lucas 24,13ss), mientras que la otra proviene de la tradición posterior, de san Hegésipo, citado por Eusebio de Cesarea (Hist. Ecl. III,11,1). La referencia del evangelio de Lucas es muy escueta. en el bello relato de la aparición camino de Emaús, se nos dice que Cleofás es el nombre de uno dos de los dos entristecidos discípulos que habla con el Resucitado, sin reconocerlo aun.
En Juan 19,25 se menciona un personaje que algunas biblias en castellano escriben también Cleofás: «Junto a la cruz de Jesús estaban su madre y la hermana de su madre, María, mujer de 'Cleofás'». En realidad este Cleofás de Juan y el Cleofás de Lucas se escriben distinto en griego. Eso no significa necesariamente que sean dos personas distintas, porque bien puede tratarse de dos transcripciones diversas de un mismo nombre original, arameo, por ejemplo; pero debe tenerse cuidado con una identificación precipitada basada tan sólo en el parecido fonético. En realidad la «o» del Cleopás de Lucas es breve, mientras que la «o» del Cloopás de Juan es larga, y normalmente esas vocales (que en castellano transcribimos igual) no son intercambiables.
Notemos que si el Cleopás de Lucas es el mismo que el Cloopás de Juan, resultaría ser entonces tío político de Jesús, ya que es esposo de la tía (también María) de Jesús. Quizás por esa precipitada asimilación de los dos personajes, en el siglo II -que había comenzado la enorme tarea de armonización que buscaba evitar tropiezos a los lectores de los cuatro evangelios que veían que los datos de uno muchas veces diferían en detalles de los de los otros tres- se asimiló este Cloopás de Juan, usando como puente Marcos 15,40, con el padre de los «hermanos de Jesús» (entendidos, por lo tanto, como primos), a quien también, sin que sepamos exatamente basados en qué tradición, se lo hace hermano de José (por tanto María y José serían parientes políticos, además de esposos). Y así Hegésipo, en sus Memorias Eclesiásticas dirá, citado por Eusebio: «Tras el martirio de Santiago y la inmediata toma de Jerusalén, cuenta la tradición que, viniendo de diversos sitios, se reunieron en un mismo lugar los apóstoles y los discípulos del Señor que todavía se hallaban con vida, y juntos con ellos también los que eran de la familia del Señor según la carne (pues muchos aún estaban vivos). Todos ellos deliberaron acerca de quién había de ser juzgado digno de la sucesión de Jacobo, y por unanimidad todos pensaron que Simeon, el hijo de Clopás (a quien también menciona el texto del Evangelio), merecía el trono de aquella región, por ser, según se dice, primo del Salvador, pues Hegesipo cuenta que Clopás era hermano de José.»
Todo esto, que puede sonar a galimatías, ha dado lugar a una especie de «plataforma» de tradiciones difíciles de fundamentar pero difíciles de criticar por lo intrincado de las relaciones que mencionan, que nos hacen el Evangelio aparentemente más «cercano», ya que convierten en familiares y reconocidos, a personajes que, si somos justos con lo que leemos en el texto bíblico, apenas si son mencionados una vez y vuelven a desdibujarse en su nube de lejana evocación. Mi conclusión personal, pero que no corresponde imponerla a nadie, es que este Cleofás, como tantos otros personajes del Nuevo Testamento, ha sido posiblemente alguien conocido dentro de alguna de las tantas pequeñas iglesias que formaron las moléculas del cristianismo inicial. Su nombre aparece mencionado porque así lo recibió la tradición evangélica décadas después de los hechos, cuando se pusieron por escrito, y de ninguna manera podemos darnos de un saber que no tenemos, ni sobre él ni sobre ningún otro. Las confusiones en torno a la identidad o no identidad entre Cleopás y Cloopás, entre los discípulos de Jesús y sus parientes, y otras confusiones de personajes, no son sólo nuestras, sino que así, ya mezcladas y confusas, las recibió la propia tradición que está tras la redacción de los evangelios. Nos corresponde, creo yo, respetar estas pequeñas evocaciones como muestra de que los escritos bíblicos se hunden en un mar de vida de Iglesia que les ha precedido y los ha hecho posibles, y de la que esos escritos son sólo el signo y el indicador. La vida de la Iglesia es siempre, y lo ha sido desde el principio, mucho más que lo que nuestras evocaciones, historias, tradiciones, memorias y crónicas pueden sistematizar.