Existía en Terracina, Italia, la bárbara costumbre de que, en ciertas ocasiones solemnes, un joven se ofreciese voluntariamente en sacrificio a Apolo, que era el dios tutelar de la ciudad. Tras un período en el que el pueblo satisfacía todos los caprichos del joven elegido, éste se ofrecía como víctima y se arrojaba al mar desde un acantilado. Cesáreo, que era un diácono africano, presenció en cierta ocasión la escena, y no pudiendo contener su indignación, habló abiertamente contra una superstición tan abominable. El sacerdote del templo le mandó arrestar y le acusó ante el gobernador. Al cabo de dos años de prisión, Cesáreo fue condenado por el gobernador a ser arrojado al mar en un saco, junto con un sacerdote cristiano llamado Julián.
Aunque no sabemos qué fue lo que realmente sucedió, lo cierto es que los nombres de san Cesario y san Julián figuran en los martirologios primitivos. En Roma hubo desde el siglo VI una iglesia consagrada a San Cesáreo, que es actualmente un título cardenalicio. Dado que las actas son enteramente ficticias, lo único que puede asegurarse (y esto tan sólo por los vestigios de una iglesia primitiva) es que existió y fue mártir. El Martirologio Romano actual ha conservado el nombre de san Cesáreo, pero no el de su compañero Julián, ni la caracterización de Cesáreo como diácono.
Véase Acta Sanctorum, nov., vol. I, donde hay cuatro diferentes versiones de las actas y la paráfrasis griega de una de ellas. La iglesia de San Cesario está en el Palatino. Se ha dicho que fue erigida en ese barrio imperial porque el nombre del santo recordaba el de les césares. Véase Delehaye, Origines du culte des martyrs. pp. 308-409; Lanzoni, Rivista di archeologia cristiana, vol. I, pp. 146.148; Duchesne, Nuovo bullettino di arch. crist., 1900, pp. 17 ss.; y J. P. Kirsch, Des Stadtrrömische Fest-Kalender, p. 203.