Este santo monje misionero, descendiente de una noble familia sajona, vino al mundo alrededor del año 974 en Querfurt, y fue bautizado con el nombre de Bruno. Recibió su educación en Magdeburgo, la ciudad de san Adalberto y de allí pasó a la corte del rey Otón III, quien le profesaba mucho afecto y le dispensaba su confianza. El monarca lo nombró capellán de la corte; en el año 998, cuando Otón viajó a Italia, se llevó consigo a Bruno y éste, lo mismo que el rey, quedó bajo la saludable influencia de san Romualdo. Con el recuerdo de san Adalberto de Praga, martirizado el año anterior, fresco en su memoria, Bruno quiso seguir su ejemplo y, a instancias de san Romualdo, tomó el hábito de monje en la abadía de los santos Bonifacio y Alejo, en Roma. Alrededor del año 1000, se unió a san Romualdo y, con la generosa ayuda del emperador, fundaron los dos el monasterio de Pereum, cerca de Ravena.
Fue en aquel lugar donde Bruno (quien desde que tomó los hábitos cambió su nombre por el de Bonifacio) se sintió llamado a llevar el mensaje del Evangelio a los valetianos y prusianos. En consecuencia, resolvió volver a unirse a san Adalberto, cuya biografía comenzaba a escribir por entonces y, tras de recibir la aprobación imperial, envió a dos monjes a Polonia para que aprendieran la lengua eslovaca, mientras él se trasladaba a Roma para obtener la comisión del Papa. Cuando realizaba aquellas gestiones, el 10 de noviembre de 1003, llegaron las noticias funestas de que aquellos dos monjes, Benedicto y Juan, junto con otros tres que los acompañaban, habían sido brutalmente asesinados por una banda de asaltantes en Kazimierz, cerca de Gniezno. Bonifacio, que se disponía a unirse a aquel grupo de avanzada, quedó profundamente impresionado e hizo el proyecto, que más tarde realizó, de escribir la historia de aquellos monjes como un homenaje, bajo el título de «Los Cinco Hermanos Mártires». Poco tiempo después, con la autorización del papa Silvestre II, emprendió el viaje hacia Alemania en mitad del invierno y con un frío tan riguroso, que muchas veces tenía que detenerse porque sus botas, congeladas y endurecidas, le impedían caminar. Al llegar a Regensburgo, se entrevistó con el nuevo emperador, san Enrique II, y se trasladó a Merseburgo, en Magdeburgo, cuyo arzobispo lo consagró como obispo misionero. Tal vez sería más correcto decir «arzobispo misionero», puesto que Bonifacio había recibido el palio de manos del papa y el propio pontífice había sugerido que Bonifacio podría llegar a ser el metropolitano del oriente de Polonia. Debido a las dificultades políticas, tuvo que trabajar durante algún tiempo entre los magiares, en la comarca del bajo Danubio; como no progresaba su obra, partió hacia Kiev, donde obtuvo la protección de san Vladimiro y pudo predicar el Evangelio de Cristo a los pechenegs.
Poco después, san Bonifacio hizo un nuevo intento de llegar a los lugares habitados por los prusianos, desde los territorios polacos de Boleslao el Valiente, luego de escribir una carta muy elocuente pero inútil al emperador san Enrique, para suplicarle que no llegase a realizar la alianza con los herejes en contra del cristiano Boleslao. A pesar de que hay muchos puntos oscuros en la carrera de san Bonifacio, podemos aceptar sin vacilaciones lo que relatan las crónicas de Thietmar, obispo de Merseburgo, quien llevaba amistad con Bonifacio. El obispo nos dice que su amigo encontró una tenaz oposición en sus esfuerzos por evangelizar a los pueblos de las regiones fronterizas al oriente de Masovia; el mismo cronista nos informa que, no obstante la hostilidad demostrada y las continuas amenazas, Bonifacio persistió en sus propósitos y acabó por ser cruelmente asesinado, junto con otros dieciocho compañeros, el 14 de marzo de 1009. Los restos del santo fueron rescatados por Boleslao, quien los llevó a Polonia; posteriormente, los prusianos honraron su memoria al bautizar a la ciudad de Braunsberg con su nombre, ya que fue fundada en el sitio mismo en que Bonifacio sufrió el martirio. San Bonifacio fue un misionero de grandes ideales que comprendían incluso la evangelización de los suecos, a quienes envió dos de sus monjes auxiliares; pero desde el punto de vista humano, todas sus empresas culminaron en el fracaso.
Debido a que algunas veces se le llama Bruno y otras tantas Bonifacio, muchos historiadores, incluso el cardenal Baronio en el antiguo Martirologio Romano (19 de junio y 15 de octubre), cometieron el error de considerar a Bonifacio y a Bruno de Querfurt, como dos personas distintas. No abundan las informaciones para esta biografía. Hay un párrafo en la crónica de Thietmar de Merseburg, otro en la Vida de San Romualdo, de San Pedro Damián y una breve pasión atribuida a Wibert, quien asegura haber sido compañero del mártir; existen también varias leyendas, recopiladas en el Breviario de Halberstadt. H. G. Voigt publicó un documento muy poco digno de confianza que, si bien procede de un manuscrito de fecha antigua, pretende conservar los datos de una biografía mucho más antigua, de la que nada más se sabe. Este documento se publicó por primera vez en el periódico Sachsen und Anhalt, vol. III (1927), pp. 87-134; desde entonces, lo incluyó Pertz en el Monumenta Germaniae Historica, Scriptores, vol. XXX, parte II. Véase a H. G. Voigt Bruno von Querfurt (1907) y Bruno als Missionar der Ostens (1909); la Historisches Jahrbuch, vol. XIII (1892), 493- 500; el Stimmen aus Maria-Laach, vol. LIII (1897), pp. 266 y ss.; F. Dvornick The Making of Central and Eastern Europe (1949), pp. 196-204; y la Cambridge History of Poland, vol. I (1950), pp. 66-67.