El titulo de «Apóstol de Alemania» corresponde particularmente a san Bonifacio, porque si bien Baviera y el Valle del Rin ya habían aceptado el cristianismo antes de su época y algunos misioneros habían predicado ya en otras partes, sobre todo en Turingia, a él le pertenece el crédito por haber evangelizado y civilizado sistemáticamente las grandes regiones centrales de Alemania, por haber fundado y organizado iglesias y por haber creado una jerarquía bajo la jurisdicción directa de la Santa Sede. Otra de las grandes obras del santo, casi tan importante como la anterior, aunque no tan generalmente reconocida, fue la regeneración de la Iglesia de los francos.
Bonifacio o Winfrido, para darle el nombre que se le impuso en el bautismo, nació alrededor del 680, probablemente en Crediton del Devonshire. A la edad de cinco años, luego de escuchar la conversación de algunos monjes que se hospedaron en su casa, decidió llegar a ser como ellos y, al cumplir los siete, sus padres le enviaron a estudiar a un monasterio cerca de Exeter. Unos siete años más tarde, se trasladó a la abadía de Nursling, en la diócesis de Winchester. Ahí se convirtió en el discípulo dilecto del sabio abad Winberto y, luego de completar sus estudios, se le nombró director de la escuela. Su habilidad para la enseñanza, unida a su simpatía personal, aumentaron el número de alumnos, para cuyo beneficio el santo escribió la primera gramática latina que se haya hecho en Inglaterra. Sus alumnos le respetaban y le escuchaban con entusiasmo; durante sus clases, tomaban notas que luego estudiaban asiduamente y hacían circular entre sus compañeros. A la edad de treinta años Winfrido recibió las órdenes sacerdotales y entonces encontró nuevos campos para desarrollar su talento, en los sermones e instrucciones que indefectiblemente extraía de la Biblia, un libro que leyó y estudió con deleite durante toda su vida.
Sin embargo su vocación no estaba colmada con las actividades de la enseñanza y la predicación; cuando creyó cumplida su tarea en su tierra natal, se sintió llamado por Dios a emplear sus energías en el terreno de las misiones extranjeras. Todo el norte y gran parte del centro de Europa se hallaban hundidos todavía en las tinieblas del paganismo; en Frieslandia, san Willibrordo había luchado durante largo tiempo contra enormes dificultades para inculcar las verdades del Evangelio a las gentes. Winfrido pensó que debía dirigirse a Frieslandia y, tras de arrancar con súplicas y ruegos, una autorización de su abad, se embarcó junto con dos compañeros y tocó tierra en Duunstede, en la primavera del 716. Sin embargo, el momento era inoportuno para iniciar la tarea y Winfrido, al ver que serían inútiles sus esfuerzos, regresó a Inglaterra en el otoño. Sus fieles y discípulos de Nursling, dichosos de tenerle de nuevo entre ellos, recurrieron a todos los medios para hacerlo quedar, incluso le nombraron abad a la muerte del sabio Winberto, pero nada de eso apartó a Winfrido de su decisión. El fracaso de su primer intento le había convencido de que, si deseaba triunfar, necesitaba obtener un mandato directo del Papa. En 718, se presentó resueltamente ante san Gregorio II en Roma, para solicitarlo. A su debido tiempo, el Pontífice lo despachó con la misión de llevar la palabra de Dios a los herejes en general. Fue entonces cuando cambió su nombre de Winfrido por el de Bonifacio. Sin pérdida de tiempo, el santo partió con destino a Alemania, cruzó los Alpes, atravesó Baviera y llegó al Hesse.
Apenas comenzaba a desarrollar su misión, cuando recibió noticias de la muerte del pagano Rodbord, el regente local, y sobre las poquísimas esperanzas que había de que sucediese al extinto algún gobernante que favoreciera a los cristianos. Obedeciendo a lo que él consideró como un segundo llamado a su misión original, Bonifacio regresó a Frieslandia, donde trabajó enérgicamente bajo la dirección de san Willibrordo durante tres años. Pero cuando éste, que ya era muy anciano, le anunció su decisión de nombrarle su auxiliar y sucesor, san Bonifacio rehusó aceptar y recordó que el Papa le había confiado una misión general, no limitada a una sola diócesis. Al poco tiempo, temeroso de verse obligado a aceptar, regresó al Hesse. Los dialectos de las diversas tribus teutonas del noroeste de Europa, tan semejantes a la lengua que, por aquel entonces se hablaba en Inglaterra, no ofrecieron ninguna dificultad a Bonifacio para darse a entender y, a pesar de que hubo otros tropiezos, la misión progresó con notable rapidez. En poco tiempo, Bonifacio pudo enviar a la Santa Sede un informe tan altamente satisfactorio, que el Papa hizo venir a Roma al misionero, con miras a confiarle un obispado.
El día de san Andrés del año 722, fue consagrado obispo regional con jurisdicción general sobre Alemania. El papa Gregorio le confió una carta para que la llevara al poderoso Carlos Martel. Gracias a la misiva que el recién consagrado obispo entregó personalmente cuando pasó por Francia, camino de Alemania, se le concedió un pliego sellado para que gozara de absoluta protección. Armado así con la autoridad de la Iglesia y del Estado, Bonifacio regresó al Hesse y, como primera medida, se propuso arrancar de raíz las supersticiones paganas que constituían el principal obstáculo para el progreso de la evangelización y para la estabilidad de los primeros convertidos. En una ocasión, ampliamente anunciada de antemano y en medio de la muchedumbre azorada y expectante, Bonifacio y sus cristianos la emprendieron a hachazos contra uno de los objetos de mayor veneración popular: el encino sagrado de Donar, que se hallaba en la cumbre del monte Gudenberg, cerca de Fritzlar, en Geismar. Bastaron unos cuantos golpes para que el árbol enorme cayera al suelo, desgajado el grueso tronco en cuatro partes y las gentes, que esperaban ver llover fuego del cielo sobre los autores de tan nefando ultraje, debieron reconocer que sus dioses eran impotentes para proteger sus propios santuarios. Desde aquel momento, la tarea de la evangelización avanzó constantemente. Para el celo de Bonifacio, los éxitos alcanzados en un lugar eran una señal para buscar otro y, por lo tanto, en cuanto consideró que podía dejar solos a sus fieles del Hesse, se trasladó a Turingia.
Ahí encontró un pequeño núcleo de cristianos, incluyendo a unos pocos sacerdotes celtas y francos, pero éstos fueron un obstáculo más que una ayuda. En Ohrdruf, cerca de Gotha, estableció su segundo monasterio, con el propósito de crear ahí un centro misional para Turingia. Por todas partes encontró a las gentes ansiosas por escucharle; era evidente que faltaban maestros para tantos alumnos. A fin de obtenerlos, Bonifacio tuvo la brillante idea de solicitar el envío de monjes a los monasterios de Inglaterra, con los cuales había mantenido una correspondencia regular. Los ingleses, por su parte, no habían dejado de interesarse en el trabajo del misionero, a pesar del tiempo transcurrido. Es innegable que el entusiasmo y la energía del santo resultaban contagiosos, y que cuantos le trataban o colaboraban con él, se sentían impulsados a trabajar al mismo ritmo; pero sin duda que la respuesta a su pedido a los ingleses sobrepasó sus cálculos más optimistas. Durante varios años consecutivos, nutridos grupos de monjes y monjas, los más selectos representantes de las casas religiosas del Wessex, cruzaron el mar para ponerse a las órdenes del santo, quien les enviaba a predicar el Evangelio a los paganos. Hubo necesidad de ampliar los dos monasterios que habían fundado para dar cabida a tanto misionero. Entre los monjes ingleses, venían personajes como san Lull, que habría de ser sucesor de san Bonifacio en el obispado de Mainz; san Eoban, quien compartió con Bonifacio la gloria del martirio; san Burchardo y san Wigberto; entre las mujeres, descollaron también algunas, como santa Tecla, santa Walburga y la hermosa y culta prima de san Bonifacio, santa Lioba.
En el año 731, murió el papa Gregorio II, y su sucesor, Gregorio III, a quien san Bonifacio había escrito, le envió el palio y el nombramiento de metropolitano para toda Alemania más allá del Rin, con autoridad para crear obispados donde lo creyera conveniente. Unos cuantos años más tarde, el santo fue a Roma por tercera vez con el fin de tratar asuntos relacionados con las iglesias que había fundado. En esa ocasión, se le nombró delegado de la Sede Apostólica. También entonces, en la abadía de Monte Cassino, descubrió a un nuevo misionero para Alemania en la persona de san Willibaldo, hermano de santa Walburga. Valido de su dignidad de legado apostólico, organizó su jerarquía en Baviera, destituyó a los malos sacerdotes y puso remedio a los abusos. De Baviera pasó a sus centros de misión, donde procedió a crear los nuevos obispados de Erfurt, en Turingia; Beraburg, en Hesse; Würzburg, en Franconia; y posteriormente creó también una sede episcopal en Nordgau, para la región de Eichstätt. Cada una de esas diócesis la dejó a cargo de uno de sus discípulos ingleses. En el año de 741, san Bonifacio y su joven discípulo san Sturmi, fundaron y comenzaron a construir la célebre abadía de Fulda que, con el tiempo, llegó a ser lo que san Bonifacio había deseado que fuese: el Monte Cassino de Alemania.
Mientras la evangelización de los alemanes seguía progresando al mismo paso, la situación de la Iglesia en Francia, bajo el reinado del último monarca merovingio, iba de mal en peor. Los más altos puestos eclesiásticos permanecían vacantes, cuando no se vendían al mejor postor; los clérigos no sólo eran ignorantes e indiferentes, sino que, a menudo, adolecían de pésimas costumbres o eran herejes; y habían transcurrido ochenta y cinco años sin que se celebrase un solo concilio eclesiástico. El mayordomo de palacio, Carlos Martel, se decía el paladín de la Iglesia y, sin embargo, no cesaba de explotarla y aun saquearla, a fin de obtener fondos para continuar sus interminables guerras, sin hacer absolutamente nada por ayudarla. Pero, en 741, murió Carlos Martel y ascendieron al trono sus hijos, Pipino y Carloman; con esto, se presentó una oportunidad favorable, que san Bonifacio no dejó de aprovechar. Carloman era muy devoto y, en consecuencia, era fácil, sobre todo para san Bonifacio, a quien el regente admiraba y veneraba, convencerlo a que convocase un sínodo que pusiera término al relajamiento y los abusos. Así fue; a la primera asamblea siguió una segunda, celebrada en 743. Para no ser menos, Pipino convocó al año siguiente, un sínodo para las Galias, al que siguió un concilio general para las dos provincias. San Bonifacio presidió todas estas reuniones y tuvo éxito en realizar todas las reformas que creyó necesarias. Se infundió nuevo vigor al cristianismo y se pudo decir que, al cabo de cinco años de arduo trabajo, san Bonifacio devolvió su antigua grandeza a la Iglesia en las Galias. La fecha del quinto concilio de los francos, año de 747, fue también memorable para Bonifacio en otros aspectos. Hasta entonces, su misión había sido general y consideró llegado el momento de tener una sede metropolitana fija. Para ello eligió a la ciudad de Mainz (Maguncia), y el sapa san Zacarías le consagró primado de Alemania, así como delegado apostólico para Alemania y las Galias. Apenas se acababa de completar este acuerdo, cuando Bonifacio perdió a su aliado, Carloman, que decidió retirarse a un monasterio. Quedaba Pipino, quien había reunido a Francia bajo su régimen y que, si bien era un hombre de otras ideas, siguió dando al santo el apoyo que aún necesitaba. «Sin el patrocinio de los jefes de Francia -decía en una carta a uno de sus amigos ingleses- no podría gobernar al pueblo ni imponer la disciplina a clérigos y monjes, así como tampoco acabar con las prácticas del paganismo». En su carácter de delegado del Papa, coronó a Pipino en Soissons; pero no hay absolutamente ninguna prueba para sostener la teoría de que Pipino asumiese la autoridad nominal y virtual, con el beneplácito o siquiera el conocimiento del santo.
Ya por entonces, Bonifacio era y se sentía viejo; él mismo admitía que la administración de una provincia tan vasta como la suya requería el vigor de un hombre joven. Hizo gestiones para que se nombrase a su discípulo, san Lull, como sucesor; pero no por dejar el alto cargo que desempeñaba, pensó en descansar. El celo misionero ardía en él con la fuerza de siempre, y estaba decidido a pasar los últimos años de su vida junto a sus primeros convertidos, los frieslandeses, que, desde la muerte de san Willibrordo, estaban cayendo de nuevo en el paganismo. Así, a la edad de sesenta y tres años, se embarcó con algunos compañeros para navegar río abajo por el Rin. En Utrecht se unió al grupo el obispo Eoban. Al principio, los misioneros se limitaron a predicar en la parte del país que ya había sido evangelizada antes; pero a comienzos de la primavera del año siguiente, decidieron cruzar el lago que dividía a Frieslandia, por la mitad y se internaron en la región del noreste, donde hasta entonces no había penetrado ningún misionero. Sus esfuerzos parecían tener éxito, a juzgar por el gran número de paganos que acudían a pedir el bautismo. San Bonifacio hizo los arreglos para una confirmación en masa, en la víspera de Pentecostés, en un campamento levantado sobre la planicie de Dokkun, en la ribera del riachuelo Borne.
En el día señalado, el santo estaba leyendo dentro de su tienda, en espera de los nuevos convertidos, cuando una horda de hostiles paganos apareció de repente con evidente intención de atacar el campamento. Los pocos cristianos que se encontraban ahí rodearon a san Bonifacio para defenderle, pero éste no se los permitió. Les pidió que permanecieran a su lado, los exhortó a confiar en Dios y a recibir con alegría la posibilidad de morir por la fe. En eso estaba, cuando el grupo fue atacado brutalmente por la horda furiosa. San Bonifacio fue uno de los primeros en caer, y todos sus compañeros sufrieron la misma suerte. El cuerpo del santo fue trasladado finalmente al monasterio de Fulda, donde aún reposa. También se atesora ahí el libro que estaba leyendo el santo en el momento del ataque. Se afirma que el mártir levantó en alto aquel libro, para que no sufriera tanto daño como él mismo y, en efecto, las pastas de madera del pequeño volumen tienen muescas causadas por los cuchillos y algunas manchas que se supone sean las de la sangre del mártir.
El juicio asentado por Christopher Dawson, de que san Bonifacio «ejerció una influencia más profunda en la historia de Europa que cualquier otro de los personajes inglesas de la época» (The Making of Europe, 1946, p. 166), es difícil de contradecir. A su notable santidad, a su inmensa energía y maravillosa previsión de misionero y reformador, a su gloria de mártir, habría que agregar su gentileza personal y la modestia y sencillez de su carácter que se adivinan, sobre todo, a través de sus cartas. Aun sus contemporáneos, como el arzobispo Cutberto de Canterbury, escribían sobre él grandes alabanzas como ésta: «Con un sentimiento de honda gratitud, nosotros, en Inglaterra, lo contamos ya entre los mejores y más grandes maestros de la verdadera fe»; el mismo arzobispo agrega que la fiesta de san Bonifacio deberá celebrarse cada año en Inglaterra, como la de uno de sus patronos, igual que las de san Gregorio el Grande y san Agustín de Canterbury.
Hay numerosas biografías antiguas de san Bonifacio, pero la más importante es la de Willibaldo (no Willibaldo el santo, sino un homónimo); varias de entre ellas se encuentran en el Acta Sanctorum, junio, vol. I; pero existe un texto crítico mucho mejor, inserto en MGH., especialmente en el volumen editado por W. Levison, Vitae Sancti Bonifacii epis. Moguntini. Una cantidad considerable de literatura, la mayoría de origen alemán, centrada en san Bonifacio, existe en diversas obras que es imposible citar aquí. Una fuente de información de máxima importancia es la colección de cartas del propio santo.
Cuadros:
-Bonifacio funda los cuatro antiguos obispados bávaros: Freising, Regensburg, Passau y Salzburgo. Obra de Karl Rempp, 1705, en Pfarrkirchen, en Austria.
-Talla de madera en la catedral de Mainz.
-Miniatura de dos escenas de la vida de san Bonifacio, siglo X, en el «Sacramentario de Fulda», hoy en Udine, Italia.