Alejandro de Bizancio tenía ya setenta y tres años cuando fue elegido obispo de Constantinopla. Desempeñó su cargo durante doce años, en los días turbulentos del heresiarca Arrio. Poco después de su elección, el emperador Constantino organizó una reunión de teólogos cristianos y filósofos paganos: pero, como todos los filósofos quisiesen hablar al mismo tiempo, la reunión se convirtió en una barahúnda. Entonces, san Alejandro les aconsejó que eligiesen a los más autorizados de entre ellos para exponer su doctrina. Cuando uno de los oradores estaba en la tribuna, el santo exclamó: «En el nombre de Jesucristo, te mando que te calles». Según se dice, el pobre filósofo perdió el habla hasta que san Alejandro se la devolvió. Este prodigio impresionó más a los filósofos que todos los argumentos de los cristianos.
El año 336, Arrio entró triunfalmente en Constantinopla. Llevaba una orden del emperador para que san Alejandro le admitiese a la comunión. Se cuenta que el santo patriarca se encerró entonces en la iglesia a orar, junto con san Jacobo de Nísibis, para que Dios enviase la muerte a Arrio o a él. Como quiera que haya sido, la víspera de la recepción de Arrio en la iglesia, el heresiarca falleció repentinamente. Por supuesto, los cristianos vieron en ello una intervención divina debida a las oraciones de san Alejandro. El Martirologio Romano anterior lo expresaba con toda contundencia: «el glorioso anciano consiguió, con sus oraciones, que Arrio, condenado por el juicio de Dios, echase fuera las entrañas»; pero el actual suaviza la rida expresión: «cuya plegaria apostólica, según escribe san Gregorio Nazianceno, logró vencer al jefe de la herejía arriana».
El parecer de san Atanasio y de los historiadores sobre san Alejandro no concuerda del todo, según puede verse en Acta Sanctorum, agosto, vol. VI.