En el sitio del Vaticano no se encuentra publicada -ni siquiera en otros idiomas que el castellano- la homilía de la misa de beatificación, realizada en Roma el 6 de octubre de 1996; sin embargo tres años después, en su viaje a Polonia de junio de 1999, el Santo Padre dio una homilía en la que hizo alusión a la beatificación de este grupo, extrayendo de ellos una preciosa enseñanza sobre la unidad de la Iglesia. Reproducimos el fragmento central de esa predicación, que puede leerse entera en el sitio del Vaticano:
Cristo pronunció estas palabras la víspera de su pasión y muerte. En cierto sentido, son su testamento. Desde hace dos mil años, la Iglesia avanza en la historia con este testamento, con esta oración por la unidad. Sin embargo, hay algunos períodos de la historia en los que esa oración resulta particularmente actual. Nosotros estamos viviendo precisamente uno de esos períodos. Si el primer milenio de la historia de la Iglesia estuvo marcado esencialmente por la unidad, ya desde el inicio del segundo milenio se produjeron las divisiones, primero en Oriente y más tarde en Occidente. Desde hace casi diez siglos el cristianismo vive desunido.
Esa desunión se ha expresado y se expresa en la Iglesia que desde hace mil años realiza su misión en Polonia. En el período de la primera República, los extensos territorios polaco-lituano-rutenos constituían una región donde coexistían las tradiciones occidental y oriental. Sin embargo, se fueron manifestando gradualmente los efectos de la división que, como es sabido, se produjo entre Roma y Bizancio a mitad del siglo XI. Poco a poco se fue despertando también la conciencia de la necesidad de restablecer la unidad, especialmente a raíz del concilio de Florencia, en el siglo XV. El año 1596 tuvo lugar un acontecimiento histórico: la así llamada «Unión de Brest». Desde entonces, en los territorios de la primera República, y especialmente en los orientales, aumentó el número de las diócesis y de las parroquias de la Iglesia greco-católica. Aun conservando la tradición oriental en el ámbito de la liturgia, de la disciplina y de la lengua, esos cristianos permanecieron en unión con la Sede apostólica.
En la diócesis de Siedlce, donde nos encontramos hoy, y en particular en la localidad de Pratulina, se brindó un testimonio especial de ese proceso histórico. En efecto, aquí fueron martirizados los confesores de Cristo pertenecientes a la Iglesia greco-católica, el beato Vicente Lewoniuk, y sus doce compañeros.
Hace tres años, durante su beatificación en la plaza de San Pedro, en Roma, dije que «dieron testimonio de fidelidad inquebrantable al Señor de la viña. No lo defraudaron, sino que, habiendo permanecido unidos a Cristo como los sarmientos a la vid, dieron los frutos esperados de conversión y santidad. Perseveraron, incluso a costa del sacrificio supremo. (...) Como siervos fieles del Señor, confiando en su gracia, testimoniaron su pertenencia a la Iglesia católica en la fidelidad a su tradición oriental. (...) Con ese gesto generoso los mártires de Pratulina defendieron no sólo el templo frente al cual fueron asesinados, sino también a la Iglesia que Cristo confió al apóstol Pedro, porque se sentían sus piedras vivas».
Los mártires de Pratulina defendieron la Iglesia, que es la viña del Señor. Permanecieron fieles a ella hasta la muerte, y no cedieron a las presiones del mundo de entonces, que precisamente por eso los odiaba. En su vida y en su muerte se cumplió la petición de Cristo en la oración sacerdotal: «Yo les he dado tu Palabra, y el mundo los ha odiado (...). No te pido que los retires del mundo, sino que los guardes del maligno. (...) Santifícalos en la verdad: tu palabra es verdad. Como tú me has enviado al mundo, yo también los he enviado al mundo. Y por ellos me santifico a mí mismo, para que ellos también sean santificados en la verdad» (Jn 17, 14-15. 17-19). Dieron testimonio de su fidelidad a Cristo en su santa Iglesia. En el mundo en el que vivían, con valentía trataron de derrotar, mediante la verdad y el bien, al mal que se extendía, y con amor quisieron vencer al odio que reinaba. Como Cristo, que por ellos se entregó a sí mismo en sacrificio, para santificarlos en la verdad, también ellos entregaron su vida por la fidelidad a la verdad de Cristo y en defensa de la unidad de la Iglesia. Esta gente sencilla -padres de familia- en el momento crítico prefirió la muerte antes que ceder a presiones que atentaban contra su conciencia. «¡Qué dulce es morir por la fe!», fueron sus últimas palabras.
Les agradecemos ese extraordinario testimonio, que se ha convertido en patrimonio de toda la Iglesia que está en Polonia para el tercer milenio, que ya se aproxima. Dieron una gran contribución a la construcción de la unidad. Cumplieron hasta el fin, mediante el generoso sacrificio de su vida, la oración de Cristo al Padre: «Padre santo, cuida en tu nombre a los que me has dado, para que sean uno como nosotros» (Jn 17, 11). Con su muerte confirmaron la fidelidad a Cristo en la Iglesia católica de tradición oriental.
Ese mismo espíritu animó a las multitudes de fieles de rito bizantino-ucranio, obispos, sacerdotes y laicos, que durante los cuarenta y cinco años de persecución han mantenido la fidelidad a Cristo, conservando su identidad eclesial. En este testimonio, la fidelidad a Cristo se mezcla con la fidelidad a la Iglesia y se transforma en servicio a la unidad.