El beato Víctor Emilio nació en Cuenca (Ecuador) el 21 de abril de 1846. Desde niño, Emilio demostró una sólida vivencia religiosa influido por su medio social y familiar, profundamente católico. Ingresó en el noviciado de la Compañía de Jesús en 1864 en su ciudad natal a los 18 años.
Los jesuitas del Ecuador eran entonces una “misión” dependiente de la Provincia de Castilla, en España. Emilio Moscoso estudió Humanidades y Filosofía en Quito (1866-1867) y enseñó en los colegios nacionales de Riobamba (1867-1868) y de Guayaquil (1868-1872). Desde joven se mostró como un religioso servicial, fiel al Evangelio y al espíritu jesuítico, sereno y pacífico, casi tímido. Culminó sus estudios teológicos en el Colegio de la Inmaculada Concepción de Pifo (cerca de Quito). Fue ordenado sacerdote en 1876 y, para su tercera probación, fue enviado a Manresa (España) en el curso 1878-1879. Allí pudo beber de las fuentes mismas de la espiritualidad de San Ignacio, formándose en la escuela de los Ejercicios y de las tradiciones de la Compañía.
De regreso a América, el P. Moscoso fue destinado a Lima, donde trabajó tanto en la residencia de la Compañía como en el Colegio de la Inmaculada. Hizo sus últimos votos el 8 de septiembre de 1879. El joven sacerdote permaneció en el Perú hasta 1882, año en el que volvió a Quito. En 1889 fue destinado de nuevo a Riobamba, al Colegio San Felipe Neri, como ministro de la comunidad, espiritual, profesor de Lógica y Metafísica y director del Apostolado de la Oración; más tarde fue nombrado superior y rector en 1893. Así, el nuevo beato fue uno de los miles de jesuitas del siglo XIX que se consagraron al ministerio evangelizador de la educación, servicio que cumplió ejemplarmente.
En 1895, con el triunfo de la revolución liberal en Ecuador y las leyes restrictivas para la Iglesia Católica, comenzó una nueva etapa para el país. Los jesuitas ecuatorianos estuvieron en primera línea en defensa de la Iglesia. Acudieron, entre otras prácticas, a las devociones al Corazón de Jesús y a María Inmaculada, propagadas por la Compañía desde tiempo atrás. En la pequeña Riobamba, 1896 fue un año de tribulaciones a causa de las duras condiciones impuestas por el régimen anticlerical. La situación empeoró cuando, a finales de abril de 1897, las autoridades encarcelaron arbitrariamente al obispo Mons. Arsenio Andrade, acusado de conspirar contra el gobierno.
Ante la presión del régimen, habría sido más fácil clausurar el colegio y abandonar la ciudad, pero Emilio Moscoso y sus compañeros se mantuvieron firmes al servicio de la juventud riobambeña. En los días previos a su muerte fue extraordinario el testimonio de fortaleza en el Espíritu del rector del Colegio San Felipe. Los liberales persiguieron abiertamente a los religiosos de Riobamba, redentoristas y jesuitas, y el 2 de mayo el P. Moscoso fue encarcelado junto a otros compañeros, mostrando una gran serenidad para consolar a sus hermanos amenazados de expulsión. El 3 de mayo, tras gestiones de la población, casi todos fueron liberados a media tarde, salvo cuatro que permanecerían como rehenes. Emilio Moscoso salió de la prisión calmando a la gente que, enardecida, protestaba a causa de los jesuitas encarcelados y, a su llegada al colegio, buscó incansablemente la liberación de sus compañeros.
En la madrugada del 4 de mayo del 1897, repeliendo un ataque de un grupo de rebeldes, soldados del ejército profanaron violentamente la eucaristía en la capilla del colegio. A continuación fueron a por los religiosos; dos oficiales encontraron al P. Rector en su habitación orando, de rodillas ante el crucifijo y con el rosario en sus manos, y allí mismo le dispararon a quemarropa. Riobamba sufrió y protestó por el sacrilegio de la eucaristía y el asesinato del querido P. Moscoso.
Son muchas las enseñanzas que nos deja la sencilla vida y el martirio de este hermano nuestro: la alegría y austeridad de su consagración; una honda devoción eucarística y mariana; el testimonio de pobreza y obediencia cumpliendo con fidelidad sus obligaciones diarias; una vida comunitaria sencilla y ordenada, propia de su tiempo; la valentía en la defensa de la fe y la Iglesia; una firme solidaridad con los ciudadanos de Riobamba, permaneciendo con ellos en las horas más difíciles; el cuidado del cuerpo de la Compañía, al visitar a sus compañeros en prisión y volver al colegio para compartir la suerte de su comunidad. Después de muchos años dedicados a la enseñanza y al apostolado de la oración, Emilio Moscoso tuvo que afrontar la persecución. Tras su muerte, el deán de la catedral recordó cómo “la sede de su gobierno era su alma bondadosa y santa”.