Pedro nació en 1399 de la noble familia de los Geremia, en Palermo, Sicilia. Creció lleno de gracia y modestia, y mostró desde pequeño un ingenio poco común. Enviado a la Universidad de Bolonia para estudiar Derecho, sobrepasó enseguida a sus pares. Pero mientras sus padres trazaban sus sueños de futuro para él, una terrible visión orientó para siempre a Pedro hacia otras metas: se le apareció un pariente suyo condenado, que en vida había ejercido la abogacía, y le dijo que, habiendo defendido tantas causas, no había podido encontrar para sí mismo un defensor ante el tribunal divino. Conmovido y tembloroso el joven estudiante, se postró ante Dios y le ofreció su virginidad, que por gracia había conservado. Y al poco tiempo se hizo dominico, era el 1429.
Los progresos en la virtud y en los estudios, en el convento dominico de Fiesole, fueron admirables. Bien pronto su inspirada palabra resonó en toda Italia. San Vicente Ferrer lo amaba con tierno afecto, y le aseguró, de parte de Dios, que su celo era muy agradable a la Divina Majestad. El maestro general Bartolomé Tesserio, después de haber dividido la provincia de Sicilia de la de Nápoles, le confió a Pedro la restauración d ela disciplina regular, en decadencia. Pedro se dedicó a esto con todo el ardor de un santo, y los frutos que obtuvo, más que con la palabra, fueron con el ejemplo y la oración.
El papa Eugenio IV lo convocó al Concilio de Florencia, para tratar la reunificación de los griegos con la Iglesia latina. Su palabra fue escuchada por todos los Padres Conciliares. A su muerte, ocurrida en Palermo, en el convento de Santa Zita el 3 de marzo de 1452 le fue encontrada en el costado una cadena que transportó por muchísimos años. El senado palermitano obtuvo en 1675 que Pedro fuese declarado copatrono de la ciudad. Su culto fue confirmado por el papa Pío VI el 12 de mayo de 1784; la Orden lo recuerda el 25 de octubre, aniversario de la declaración como copatrono de Palermo.
Traducido para ETF de un artículo de Franco Mariani.