El 19 de octubre de 1545, nació en Fossano, del Piamonte, el hijo primogénito de Durando Ancina y de su esposa Lucía. Durando Ancina pertencía a una distinguida familia española. El niño recibió en el bautismo el nombre de Juvenal, en honor de san Juvenal de Narni, patrono de Fossano. Aunque era muy piadoso, Juvenal tenía el proyecto de hacer carrera en el mundo. Su padre le envió, pues, a estudiar medicina en la Universidad de Montpellier, a los catorce años de edad. De ahí pasó el joven a la escuela de Mondovi, en la Saboya y, después de la muerte de su padre, a la Universidad de Padua. Era un estudiante muy brillante. A los veinticuatro años aproximadamente, obtuvo el grado de doctor en filosofía y medicina en Turín. En 1569, obtuvo la cátedra de medicina de la misma Universidad. Sus pacientes eran muy numerosos, sobre todo Io pobres, pues los asistía gratuitamente. Se dice que Juvenal no frecuentaba los juegos y diversiones públicos; sus pasatiempos favoritos eran el ajedrez y la composición de versos latinos e italianos. Con frecuencia hablaba en ellos de los principales acontecimentos de la historia eclesiástica y civil. En 1572, declamó en público una oda que había compuesto con ocasión de la muerte de san Pío V. Toda su vida escribió versos e himnos y compuso dos epigramas en honor de santo Tomás Moro. Alrededor de 1572, un día en que asistió a una misa de requiem en una iglesia de Savigliano, se sintió profundamente impresionado por el canto del «Dies irae» (la secuencia de difundos). Sin duda que lo había oído cantar muchas veces y su profesión de médico no le permitía olvidar la muerte, pero entonces comprendió, de una manera inusitada, lo que significaba el juicio que nos espera después de la muerte. Hasta entonces había llevado una vida irreprochable, pero se dio cuenta de que ello no bastaba y que Dios quería de él algo más. No sabiendo exactamente qué era, se dedicó con ahinco a la oración y contemplación, procuró despegarse de los bienes temporales y aprovechó la primera oportunidad que se le presentó para renunciar a su cátedra. La oportunidad se le ofreció cuando el conde Federico Marucci, embajador del duque de Saboya ante la Santa Sede, le pidió que la acompañase como médico de cámara. Juvenal llegó a Roma en 1575. Se alojó cerca de la iglesia de Ara Coeli. El sitio le atraía porque «estaba cerca de las prisiones, del hospital, de la cárcel de delincuentes jóvenes y había ahí muchos pobres». Como su trabajo en casa del conde no le llevaba mucho tiempo, Juvenal empezó a estudiar seriamente la teología, bajo la dirección de san Roberto Belarmino. Don César Baronio le presentó a san Felipe Neri, de suerte que empezó pronto a frecuentar a los hombres más cultos y santos de Roma. Así vivió tres años. Ya se sentía llamado a la vida religiosa, pero no acertaba a decidirse por una orden en particular. Había recibido ya las órdenes menores, asistía regularmente a los ejercicios de piedad del oratorio y tenía por director espiritual a san Felipe Neri. Por consejo del santo, aceptó un beneficio en Cherasco del Piamonte; pero muy pronto algunas personas trataron de quitárselo mediante un proceso y entonces, Juvenal cedió sin más trámites el beneficio. En aquella época, el beato se hallaba muy impresionado por el ejemplo de un abogado de Turín que se había hecho cartujo en un monasterio de Pavía y pensó que Dios le llamaba a seguir ese ejemplo. Juan Mateo, el hermano de Juvenal, con quien éste había sostenido una correspondencia íntima desde Roma, estaba de acuerdo con él. Finalmente, ambos decidieron consultar a san Felipe Neri, quien dijo claramente a Juvenal que no estaba llamado a la Cartuja, pero recomendó a ambos hermanos la congregación del Oratorio, recientemente fundada, que él mismo dirigía. Juvenal vaciló algún tiempo, pues deseaba mayor austeridad y soledad; pero acabó por plegarse a la opinión de san Felipe. Así pues, los dos hermanos ingresaron en la congregación del Oratorio el 1 de octubre de 1578. Baronio comentó que ese día el oratorio había abierto las puertas a «un segundo san Basilio».
El beato Juvenal recibió la ordenación sacerdotal cuatro años después. En 1586, fue enviado al oratorio de Nápoles, la primera casa de la congregación fuera de Roma. Inmediatamente se dedicó a predicar y escribió poco después a su hermano: «Los napolitanos exigen sermones hermosos y sustanciales. Los sermones mediocres no sirven de nada aquí, pues hasta los zapateros presumen de ser buenos oradores. Tiene uno que vigilarse mucho». Pero el beato consiguió deslumbrar a los difíciles napolitanos, quienes empezaron a repetir el sobrenombre que le había dado un ingenioso romano: «hijo del trueno». Juvenal escribía: «Por la gracia de Dios, las gentes están satisfechas conmigo». Una de las conversiones más sonadas que logró fue la de Giovannella Sanchia. Era ésta una cantante conocida con el apodo de «la sirena», que no sólo aludía a su voz... Giovannella quedó tan impresionada al oír hablar al beato acerca de la belleza de la santidad, que prometió no volver a entonar canciones profanas, y dedicarse al canto sagrado. El beato Juvenal era muy amante de la música. Se dice que «quería que las Vísperas se cantasen con la mejor música posible, o por lo menos en el mejor estilo gregoriano», aunque tal vez no todos los lectores estén de acuerdo con esta distinción. Así pues, se preocupó mucho por la música del oratorio de Nápoles, no sólo por el decoro del culto cristiano y la gloria debida a Dios, sino porque estaba convencido de que la buena música hacía bien a las almas. Solía escribir letras piadosas para las tonadas más populares (aunque los biógrafos no precisan si permitía o no que se cantasen en la iglesia del oratorio) y publicó un libro de himnos, titulado «Templo de armonía». El P. Borla, uno de los oratorianos, se estableció en el Hospital de Incurables, que había estado mucho tiempo abandonado. El beato Juvenal le ayudó en la empresa y organizó la cofradía de las buenas señoras entre las damas más distinguidas de la ciudad. Para que no perdiesen de vista el fin para el que había sido fundada la cofradía, quiso el beato que la sede no fuese la iglesia del oratorio, sino el propio hospital. La caridad del P. Juvenal era ilimitada y se manifestaba en las formas más originales; por ejemplo, tenía cuenta abierta con un barbero, a quien solía enviar a cuantos pobres encontraba con el cabello o la barba descuidados. Por su parte, el barbero tenía instrucciones de emplear toda su habilidad para enviar de nuevo al P. Juvenal a tales clientes. Nada muestra mejor el cariño y respeto que los napolitanos profesaban al P. Juvenal que una carta que éste escribió a san Felipe Neri cuando se hallaba convalesciente de una grave enfermedad. El beato aceptó de buen grado las pequeñas comodidades que le procuraron sus hermanos durante la convalescencia y aun se alegró razonablemente de ellas.
Hacia 1595, cuando llevaba ya cerca de diez años en Nápoles, el beato se vio acosado de un gran deseo de vida contemplativa. Por otra parte, se sentía desanimado a la vista de la miseria material y moral que le rodeaba y que no podía remediar. Pero, en 1596, Baronio fue elevado al cardenalato y los padres del oratorio de Roma pidieron al beato Juvenal que fuese a suplirle. Aunque temeroso de que en la Ciudad Eterna le esperase algún cargo de responsabilidad, el beato obedeció al punto, con gran pena de los napolitanos. Un año después, tres sedes quedaron vacantes al mismo tiempo. El beato Juvenal tenía buenas razones para sospechar que se trataría de nombrarle obispo. Así pues, salió un día del oratorio sin decir nada y se escondió en la ciudad. Poco después partió de Roma y anduvo errante durante cinco meses. En San Severino recibió la orden terminante de regresar a Roma. Al llegar, respiró a sus anchas al ver que por el momento había pasado el peligro de que le hiciesen obispo. Los cuatro años siguientes trabajó infatigablemente por ayudar a los piamonteses, y en esa época conoció y se hizo amigo íntimo de san Francisco de Sales. En 1602, el duque de Saboya pidió a Clemente VIII que nombrase obispo para las dos sedes vacantes de sus dominios, y el Papa rogó personalmente al beato Juvenal que aceptase una de las diócesis. El beato asintió, diciendo: «Es tiempo de obedecer y no de huir». El 19 de septiembre fue consagrado obispo de Saluzzo por el cardenal Borghese. Las dificultades no se hicieron esperar. Cuando el beato llegó a tomar posesión de su sede, comprendió que, debido a ciertos manejos del duque de Saboya, sólo podía hacerlo rompiendo con él o comprometiendo los derechos de la Santa Sede. Así pues, se retiró a Fossano, desde donde escribió una carta pastoral a su grey y se entregó a las obras de misericordia en su pueblo natal.
Las gentes le atribuían toda clase de milagros y dones sobrenaturales, como ya había sucedido en otras partes. Cuatro meses después, pudo tomar posesión de su catedral. Uno de sus primeros actos fue la celebración de las «Cuarenta Horas», práctica hasta entonces desconocida en el Piamonte. A fines de 1603, emprendió la visita de su diócesis. Las curaciones y profecías del beato empezaron a multiplicarse. Según se dice, poseía el don desconcertante de predecir correctamente las muertes próximas. Antes de emprender la visita, había predicho su propia muerte, que tuvo lugar en Saluzzo pocas semanas después del fin de la visita a la diócesis. Había en dicha ciudad un fraile mezclado en intrigas amorosas con una monja. Cuando el beato lo supo, mandó llamar a los dos culpables, los amonestó bondadosamente y les previno que tomaría medidas más severas si continuaban. El día de la fiesta de San Bernardo fue a oficiar en la iglesia de los conventuales franciscanos, por ser la fiesta titular del santuario y se quedó a comer con ellos. El malvado fraile a quien el beato había reprendido, aprovechó la oportunidad para envenenar la copa de vino del obispo. Antes de vísperas, el varón de Dios se sintió enfermo y cuatro días más tarde, tuvo que guardar cama. Falleció al amanecer del 31 de agosto. Un cartujo escribió: «Murió por la causa de la virtud, de la religión y de Cristo y, por consiguiente, fue mártir». Como san Juan Bautista, el beato Juvenal «conquistó la palma del martirio por no haber tenido miedo de clamar la verdad». Los milagros se multiplicaron durante sus funerales. En vez de la misa de requiem, se celebró la misa del Espíritu Santo. La causa de beatificación se introdujo en 1624 y, tras algunos incidentes y dilaciones, llegó a feliz término en 1869, cuando el Concilio Vaticano I acababa de reunirse; aunque no está beatificado como mártir.
El P. Carlos Bowden publicó en 1891 Life of Bd John Juvenal Ancina; se trata de una biografía muy completa, con un admirable retrato del beato. El autor menciona en el prefacio la biografía escrita por el P. Bacci (1671), en la que se basó principalmente. En un artículo de Analecta Bollandiana, vol. XXVIII (1909), p. 243, acerca de la obra del P. Duver, se hace notar que los biógrafos del beato han dejado de lado hasta ahora ciertas fuentes, en particular los apuntes biográficos del P. B. Scaraggi, que fueron revisados por G. M. Ancina, hermano del santo obispo.