El beato Enrique, o san Rigo, como a menudo se le llama en Italia, nació en Bolzano, en la región del Trentino. Sus padres eran muy pobres y nunca aprendió a leer y escribir. Era muy joven todavía cuando se fue a vivir u Treviso, donde trabajó como jornalero para ganarse el pan; sin embargo, todo lo que podía ahorrar de su escaso salario, lo distribuía entre los pobres. Durante toda su vida su principal objetivo fue el de servir a Dios. Oía misa diariamente, comulgaba con frecuencia y se confesaba todos los días, no por escrúpulos, sino para conservar limpia su conciencia. El tiempo que no ocupaba en el trabajo y en los deberes necesarios a la existencia, lo consagraba a sus ejercicios de devoción, ya fuera en la iglesia o en privado; los instrumentos de penitencia que usaba para disciplinarse, se conservaron en la catedral después de su muerte. Las gentes se maravillaban por su extraordinaria ecuanimidad que nada podía alterar. Las gentes groseras y los chiquillos mal educados solían molestar o burlarse de aquel hombrecillo bajo, de anchas espaldas y cubierto de harapos; su rostro ancho, de pequeños ojos hundidos, nariz larga y ganchuda y boca torcida, tenía, en verdad, un aspecto feroz que no cuadraba con su natural mansedumbre. Aceptaba las burlas y malos tratos con una sonrisa y jamás respondía más que con oraciones por los que le ofendían.
Cuando ya le fue imposible trabajar, un ciudadano llamado Jaime Castagnolis le cedió una habitación en su casa y el alimento necesario cuando le faltase. Sin embargo, el beato vivía de las limosnas que las gentes caritativas le daban con generosidad y que él compartía con los otros mendigos, sin guardar nunca nada para el día siguiente. Ni siquiera su extrema debilidad, causada por sus penurias y lo avanzado de su edad, le impedía visitar la casa de Dios; con la mayor frecuencia posible visitaba todas las iglesias de la ciudad y las que estuviesen en las proximidades de Treviso. Murió el 10 de junio de 1315. El cuartucho donde vivió, quedó inmediatamente colmado por los visitantes que deseaban manifestar su veneración y apoderarse de algún fragmento de sus posesiones, que solamente consistían en una camisa o túnica de cerdas, un tronco que le servía de almohada, cuerdas, hojas secas y paja que formaban su colchón. Cuando el cadáver fue llevado a la catedral, ocurrieron escenas extraordinarias. Las gentes se metían a la iglesia por la noche y, tanto el obispo como el podestá (alcalde), tuvieron que dejar el lecho para proteger el cuerpo del beato. Como las tentativas se repitieron, fue necesario levantar un cerco en torno al catafalco. Después de la muerte del beato, no menos de 276 milagros obrados por sus reliquias en unos cuantos días fueron registrados por los notarios que designaron los magistrados; las listas de estos prodigios ocupan treinta y dos columnas impresas en el Acta Sanctorum. El culto al Beato Enrique fue confirmado por el Papa Benedicto XIV.
La vida del Beato Enrique escrita por su contemporáneo, el obispo Pierdomenico de Baone, fue impresa por los bolandistas, junio, vol. II. Véase también a R. degli Azzoni Avogaro, en Memorie del B. Enrico (2 vols., 1760).