La pintoresca ciudad de Offida, conocida por sus murallas almenadas, en la región italiana de las Marcas, a la distancia de cuatro siglos fue la cuna de dos ilustres franciscanos: el beato Conrado y el beato Bernardo. Conrado nació hacia el año 1241. A los 15 años ingresó en la orden de los Menores fundada por san Francisco de Asís. Su vida terrena tiene mucho en común con el gran Antonio de Padua, quien, procedente de Lisboa, se despojó de su ciencia por amor a la humildad y la pobreza.
Tras haber comenzado los estudios en el convento de Áscoli, Conrado renunció a continuarlos, a pesar de sus cualidades intelectuales, prefiriendo dedicarse a los trabajos más humildes. Fue cocinero, limosnero, portero. Amaba la obediencia, robando tiempo al sueño para dedicarse a la oración. Lo enviaron al convento de Forano, donde convivió diez años con el beato Pedro de Treia. De este periodo se cuenta la anécdota de un lobo perseguido por perros y cazadores, al que el beato Conrado protegió y amansó. Por su vida ejemplar, el ministro general fray Jerónimo de Áscoli lo destinó a la ermita del boscoso monte de la Verna, el "calvario" de san Francisco,
A donde quiera que iba se ponía a disposición de los superiores para cualquier trabajo, aunque prefería los lugares sugestivos y apropiados para la contemplación. Pero la orden no lo necesitaba sólo para fregar cacharros. Al final le ordenaron completar los estudios para ordenarse sacerdote y dedicarse al ministerio de la predicación. A pesar de la sorprendente e inesperada eficacia de su apostolado, nunca se dejó llevar por el orgullo ni por la vanagloria. Más bien seguía considerándose el menos preparado, el más retrasado y menos ingenioso de los hijos de san Francisco.
En 1294 obtuvo del papa san Celestino V permiso para pasar algún tiempo entre los ermitaños celestinos. Durante estos años mantuvo también relación epistolar con el líder "espiritual" Pedro Juan Olieu, el reformador franciscano sospechoso de errores heréticos en sus escritos sobre la cuestión de la pobreza evangélica. Sus relaciones con él se limitaron, sin embargo, a los deberes de la fraternidad. Cuando Bonifacio VIII suprimió la congregación de los celestinos, Conrado regresó a la orden franciscana. Una antigua inscripción en el tugurio de Rivotorto, cuna de la orden franciscana, recuerda que allí vivió algún tiempo, retirado en completa soledad.
En más de cincuenta años llevó un solo hábito, y nunca usó sandalias. En sus correrías apostólicas predicaba la palabra de Dios por pueblos, ciudades y aldeas, suscitando numerosas conversiones. Tras muchos años de penitencia y gran austeridad, la muerte lo sorprendió en 1306 en Ísola Romanesca, actual Bastía Umbra, en la llanura de Asís. Catorce años después, sus restos fueron robados por el ejército de Perugia. Desde entonces reposan en el oratorio de San Bernardino. Pío VII aprobó su culto en 1817.
En la imagen: Oratorio de San Bernardino, en la plaza de San Francisco, Perugia, donde se encuntra la tumba del beato.