Amadeo IX, que como su antecesor, Humberto III, fue luego beatificado, era hijo del duque Luis I de Saboya y de Ana de Chipre, y nieto del antipapa Félix V. Amadeo nació en Thonon, en 1435, y fue prometido, en la cuna, a Yolanda, hija de Carlos VII de Francia, cimentando así la paz entre los dos países. Se le describe de agradable aspecto, de gran cultura y dotado de gracias espirituales excepcionales; desgraciadamente, sufrió durante toda su vida graves ataques de epilepsia, que en ocasiones lo dejaron postrado e incapacitado del todo. Su matrimonio, que tuvo lugar en 1451, fue muy feliz, pero casi todos sus cuatro hijos y dos hijas murieron muy jóvenes. En la provincia de Brescia, que le fue dada como heredad, vivió una vida agradable y apartada, lejos de las preocupaciones y tumultos de la corte; pero a la muerte de su padre, fue llamado para asumir el gobierno de Saboya y del Piamonte. Fue un gobernante clemente, aunque ineficaz para suprimir el soborno y para impedir que los ricos oprimieran a los pobres. Por cierto, en los casos que se le presentaban personalmente, estaba tan dispuesto a defender a los débiles, que el duque Galeazzo de Milán, bromeando, dijo en cierta ocasión, que si bien en el resto del mundo era mejor ser rico que pobre, en el ducado de Saboya se favorecía a los mendigos y a los ricos se les trataba duramente.
Amadeo no podía resistirse a dar limosnas a todo el mundo y, después de haber agotado el contenido de su talega, se deshacía de su propia ropa y de cualquier cosa que llevara. Se dice que en cierta ocasión, desbarató el collar que llevaba y distribuyó las piedras. Cierta vez que un embajador se había estado jactando en gran manera de las numerosas jaurías de perros de caza de diferentes razas que su amo poseía, el duque le condujo a una terraza, fuera del palacio, donde había numerosas mesas en las que los pobres de la ciudad estaban recibiendo de comer: «Estas son mis jaurías y mis perros de caza -dijo-; con la ayuda de estos pobres, yo salgo a caza de la virtud y persigo el Reino de los Cielos». El embajador objetó que algunos de aquellos menesterosos eran viciosos e indignos, tan sólo vagos e hipócritas. «Yo no los juzgaría tan severamente -replicó Amadeo con gentileza-, para que Dios no me juzgue de esa manera a mí y me niegue su bendición». Aborrecía la blasfemia y no retenía en su servicio al que usara lenguaje profano. Era muy espléndido en sus limosnas y, sin embargo, los recursos económicos del Estado no menguaban. Por el contrario, debido a su prudente administración, las deudas adquiridas por sus predecesores fueron pagadas y el erario, que él había encontrado vacío, fue colmado y pudo dotar a tres de sus hermanas para el matrimonio, sin incurrir en deudas o exigir nuevos impuestos.
En su vida privada era extremadamente austero y, lejos de permitirse ciertas comodidades con el pretexto de su mala salud, decía que estaba obligado a ayunar por esa misma razón. Empezaba cada día meditando en privado y oyendo misa; se dice que frecuentaba los sacramentos con más constancia de lo que era habitual en aquella época. Como todos los hombres verdaderamente magnánimos, no guardaba rencor a aquellos que lo trataban mal. Él había sido provocado muchas veces por los Sforza de Milán; pero, cuando a la muerte del duque Francisco, el hijo de éste, Galeazzo, en su prisa por llegar a Milán desde el Delfinado, fue arrestado al tratar de cruzar de incógnito la Saboya, Amadeo lo trató con honor y le proporcionó una escolta que lo condujera a Milán. Tiempo después, el ingrato Galeazzo lo atacó, pero Amadeo puso fin a la guerra y se ganó su amistad; concediéndole a su hermana Bona en matrimonio. Debe confesarse que algunos historiadores juzgan su política menos favorablemente y sostienen que su actitud conciliadora trajo como resultado que Saboya se convirtiera en un centro de continua lucha. Sus hermanos se rebelaron en su contra varias veces, pero él siempre los perdonó y los disculpó.
A causa de su enfermedad, Amadeo renunció al gobierno en favor de su esposa, pero sus subditos se rebelaron y él mismo fue hecho prisionero hasta que su cuñado, el rey Luis XI, lo rescató. Aun cuando contaba sólo treinta y siete años, su enfermedad había minado sus fuerzas y reconoció que su fin se acercaba. Habiendo exhortado a sus hijos y nobles cortesanos con las palabras que con frecuencia aparecen en imágenes del beato: «Sed justos; amad a los pobres y el Señor dará la paz a vuestras tierras», Amadeo entregó su alma a Dios el 30 de marzo de 1472. Fue beatificado en 1677.
Ver el Acta Sanctorum, marzo, vol. III ; J. E. Gonthier, Oeuvres Historiques, vol. III, pp. 95-121; E. Fedelini, Les Bienheureux de la Maison de Savoie (1925).