Con el estallido de la Revolución Francesa, en febrero de 1794, las monjas se vieron obligados a abandonar el hospital y a refugiarse en Laval, en el ex-convento de las Ursulinas. Acusada de haber distribuido a personas necesitadas las ropas de blanquería de las monjas del hospital, María fue arrestada y llevada ante el comité. El juez dijo que pasaría por alto la infracción sólo si la monja realizaba el «juramento de libertad e igualdad», pero ella no quiso saber nada. El juez entonces amenazó con la guillotina a ella y a cuantos habían seguido su ejemplo, pero impávida, ella respondió: «Tanto mejor para mí y para mis hermanas. Si tenemos la dicha de morir por nuestra fe, más pronto tendremos la dicha de ver a Dios». Le insinuó el juez: «Ves muy bien que queremos salvaros, y que os ofrecemos los medios». Pero la monja respondió: «Todos los medios que me propone son solo para engañarme, pero, gracias a Dios, no tendrá éxito. No quiero perderme por toda la eternidad».
Al oír la sentencia de muerte, la futura beata se arrodilló y exclamó: «Dios mío, ¡qué gracia me haces al inscribirme en el número de tus mártires, mientras yo soy una gran pecadora!» . Luego se cortó ella misma el cabello, entonces el ayudante del verdugo la agarró y con un golpe de espada rasgó sus vestidos. La mártir, pálida de indignación, de inmediato se desmayó. Tan pronto recobró la conciencia se limitó a comentar: «La muerte no me asusta, pero podríais haberme ahorrado este dolor». Se le preguntó de nuevo si prestaba juramento, pero ella suspiró: «¡Oh Dios! ¡Preferir una vida fugaz y efímera que una vida gloriosa e inmortal! No, no, prefiero la muerte». Antes de salir al estrado exclamó: «Dios mío, yo tengo que morir una muerte tan dulce, mientras que tú has sufrido tanto por mí». El asesinato se consumó el 25 de junio de 1794, en Laval.
Traducido para ETF de un artículo de Fabio Arduino.