Emilia d'Oultremont nació en Wégimont, Lieja (Bélgica) el 11 de octubre de 1818, del conde Emilio d'Oultremont y la condesa María de Lierneux de Presles. Contrajo matrimonio con Victor van der Linden, Barón d'Hooghvorst, en octubre de 1837, en Lieja. Del matrimonio nacieron cuatro hijos. En 1847 queda viuda y orienta su ya piadosa vida hacia abrazar la vida religiosa.
En 1854, durante una larga e intensa oración en la capilla del castillo familiar en Bauffe, la propia beata dice que le fue revelado por la Virgen que Dios esperaba de ella la fundación de una congregación de reparación de los ultrajes cometidos al Santísimo. El nacimiento oficial de la nueva familia religiosa tuvo lugar el 1 de mayo de 1857 en Estrasburgo, bajo el nombre de «Instituto de María Reparadora». Aunque de hecho lo dirigía, no ingresó ella misma en el instituto mientras tuvo a su cargo la educación de sus propios hijos.
Sus hijas mujeres la siguieron en la vocación religiosa. La beata murió el 22 de febrero de 1879, y su tumba se encuentra en la Iglesia de la Santa Cruz y San Bartolomé, en Roma. Estas son las palabras en la homilía de la misa de beatificación por SS Juan Pablo II, el 12 de octubre de 1997:
En la segunda lectura de la liturgia, hemos escuchado: «La palabra de Dios es viva (...), penetra hasta lo más íntimo del alma» (Hb 4, 12). Emilia d’Hooghvorst acogió esta palabra en lo más profundo de su corazón. Aprendiendo a someterse a la voluntad de Dios, cumplió ante todo la misión de todo matrimonio cristiano: hacer de su hogar «un santuario doméstico de la Iglesia» (Apostolicam actuositatem, 11). Habiendo quedado viuda, impulsada por el deseo de participar en el misterio pascual, la madre María de Jesús fundó la Compañía de María Reparadora. Con su vida de oración, nos recuerda que, en la adoración eucarística, donde acudimos a la fuente de la vida que es Cristo, encontramos la fuerza para la misión diaria. Ojalá que cada uno de nosotros, cualquiera que sea nuestro estado de vida, «escuche la voz de Cristo», «que debe ser la regla de nuestra existencia», como solía decir ella. Esta beatificación es también para las religiosas de María Reparadora un estímulo a proseguir su apostolado, prestando una atención renovada a los hombres de nuestro tiempo. Según su carisma específico, responderán a su misión: despertar la fe en nuestros contemporáneos y ayudarles en su crecimiento espiritual, participando así activamente en la edificación de la Iglesia.