María Ángela Astorch es una beata reciente, puesta en los altares por Juan Pablo II en 1983, después de más de 300 años de la muerte de esta mujer, eximia testigo de la tradición mística española. Ha sido hasta hoy una desconocida. Si en 1773 el jesuita Luis Ignacio Zevallos escribía una obra de 580 páginas (in folio) sobre «Vida y virtudes, favores del cielo, milagros y prodigios de la Venerable Madre Sor María Ángela Astorch, fundadora en la ciudad de Murcia de su ilustre convento de capuchinas de la Exaltación del Santísimo Sacramento», y para esta obra se servía de los escritos de la venerable, de hecho no ha existido hasta el momento (1985) un libro que recopilase propiamente las páginas que salieron de sus manos, debidamente ordenadas. Su relación autobiográfica y sus minuciosas cuentas de conciencia a los confesores nos dan la pista para seguirle en su vida y trazar los rasgos de su espiritualidad.
Nació en Barcelona y fue bautizada, en la parroquia de Nuestra Señora del Pino, en 1592, cuarto vástago de un matrimonio acomodado de la Ciudad Condal, Cristóbal y Catalina. De aquel matrimonio vinieron al mundo cuatro hijos: la mayor, Isabel, capuchina en su día, a quien María Ángela profesó verdadera devoción y a quien, muerta, la veneraba como santa; dos varones, Juan José, que vivió sólo ocho años, y Cristóbal, que fue religioso servita. Sin cumplir un año queda huérfana de madre, y a los cinco muere también el padre. María Ángela en Sarriá es confiada a los cuidados del ama, bajo la vigilancia de sus tutores.
Toda la infancia de esta criatura, por parte de padres y ama, estuvo arropada de amor y ternura, en un clima profundamente religioso. A los 7 años ocurre algo extraordinario, que ella ha de referir puntualmente cuando escriba, para un confesor, el «Discurso de su vida». Es dada como muerta y acuden para el entierro su hermana Isabel, ya monja, acompañada de la madre Serafina, venerable iniciadora de las capuchinas en Barcelona. La oración de la santa madre obra el portento de que la pequeña María Ángela vuelva a la vida.
Fue una niña que llegó precozmente a mayor, hasta el punto de que pudo escribir: «Mi niñez no fue sino hasta los siete años y, de éstos en adelante, fui ya mujer de juicio y no poco advertida, y así, sufrida, compuesta, callada y verdadera». «Llegada a los once años cumplidos y entrada en los doce cosa de trece días, en el año de 1603, en 16 días del mes de septiembre, entré religiosa capuchina con mi gusto y de mi propia voluntad.»
La recibía la madre Serafina Prat. Esta catalana, hoy en vías de beatificación, fue quien implantó las capuchinas en España, en Barcelona, cuyo monasterio sería venero de varias fundaciones.
Los primeros tiempos de su vida c1austral fueron una delicia espiritual. Luego, por espacio de varios años, tuvo una contrariedad increíble por causa de su celosa maestra -«rígida en extremo, así para sí misma como para las demás»-, era una incompatibilidad tal que hacía tambalear la vocación de la joven, hasta el punto de plantearse muy en serio el paso a otro instituto contemplativo donde hallara el sosiego que su corazón deseaba, hipótesis que, felizmente para las capuchinas, no se realizó. Nota curiosa y comprensible: nuestra biografiada reconoce que tenía una airosa gracia natural en cuanto decía y hacía. «Todas estas cosas daban notable gusto a mi santa madre fundadora Ángela Serafina, y a esta mi madre maestra disgusto notable».
Orienta a esta joven ardiente y ávida un hombre de Dios, el capellán de la comunidad, Juan García, santo varón que había perseguido y practicado la vida eremítica, y unía en sí un alto testimonio de santidad con una fama sabiduría de las cosas del espíritu.
Sor María Ángela profesa en 1609, a los 17 años. Tres años después la vemos como consejera de la comunidad. Y pronto, en 1614, tiene que arrancarse de Barcelona, para iniciar la fundación de Zaragoza. María Ángela no ha cumplido 22 años y va como maestra de novicias al monasterio que se va a iniciar. Salir de su Cataluña y de su comunidad era el desgarrón de su alma. Resumiendo oficios y servicios: «oficio de maestra de novicias, que lo tuve nueve años seguidos, y después cuatro de vicaria y maestra de las recién profesas. y después entré en la cruz de la abadesa». La primera vez que le se confió el cargo de abadesa tenía treinta y tres años.
Los tres decenios de Zaragoza (1614-1645) fueron fecundísimos para ella y la comunidad y las fundaciones que se originaron de este convento en aquella época que realmente fue época de oro para las capuchinas cerradas y otras monjas contemplativas. En Zaragoza entró en contacto con un sacerdote eminente, don Alejo Boxadós, bajo cuyo consejo puso por escrito, en forma de cuentas de conciencia, todas las maravillas que Dios obraba en su alma al contacto con la Biblia Y la sagrada liturgia.
En 1645 las capuchinas fundan en Murcia el monasterio de la Exaltación del Santísimo Sacramento, y aquí la madre María Ángela, fundadora, transcurrirá los veinte últimos años de su vida hasta la muerte, en 1665. Allí deja este mundo a los 73 años y allí en el monasterio de capuchinas reposa su cuerpo.
Había sido una contemplativa, con un corazón materno abierto al mundo, a las dolencias de su patria, Cataluña, en tiempos de la guerra, a la santa Iglesia, nuestra Madre -¡hija de la Iglesia!, cómo lo gustaba-, a los fieles cristianos, a todos. ¡Lástima, y muy grande, que no haya escrito, al estilo de Teresa de Jesús, un tratado, a su estilo, explicándonos con orden las cosas de Dios!
Esta mujer que de adolescente se encierra en un monasterio -cosa no absolutamente insólita en aquellos tiempos, en contra de la pedagogía normal de hoy- es una mujer de un potencial humano riquísimo. Mujer de grandes ansias de soledad, pero con singular cordialidad y extraordinarias dotes de comunicación.
He aquí para un psicólogo y para un espiritual lo que dice sobre su furia por estudiar latín: «Entré en la religión y fue tan grande la inclinación que tuve a leer y estudiar, que todo el día me era tiempo breve. Esta ocupación era para mí de tanto gusto, que parecía locura, porque llegué a tal extremo y ansia de tener libros de latín, que no dejaba diurnal ni breviario a las religiosas, y mi gloria, en todo su lleno, era verme rodeada de libros de latín, que de otros, aunque los leía, no se me daba nada. Por esta causa me sucedían muchos disgustos (...) y a lo mejor que me sucedían y estaba cubierta de lágrimas, cogía un libro de los dichos y me lo ponía a la boca y, con los dientes, apretaba las cubiertas y decía con una pasión terrible: ¡No fueras de cera siquiera para comerte! Y con esto satisfacía algo de mi pasión».
Claro que esa furia apasionada no era por el latín, sino por lo que detrás se escondía: la Sagrada Escritura, el breviario y hasta las «Vitae Patrum» (las Vidas de los Padres), que esta pobre capuchina podía leer y traducir a sus hermanas. La espiritualidad mística de esta contemplativa, que en diversas ocasiones llama «mi camino interior», está vinculada a la Escritura, a los versículos del Salterio, al Cantar de los Cantares y a otros pasajes de la Palabra de Dios, que de pronto se iluminan con un fulgor espiritual que le transportan a las esferas interiores de Cristo y de la Trinidad. Nada extraño que en su beatificación se le haya presentado como «la mística del breviario». Estamos en la época del barroco, en la que la espiritualidad de «ejercicios» y penitencias que ponen espanto. María Ángela fue deudora a este estilo, pero este contacto fragante con la Palabra de Dios le ha dado una originalidad nueva y salvadora.
Ha leído a Santa Teresa, recoge con frecuencia la terminología de oración de quietud, de recogimiento, y es plenamente consciente de la clasificación de las visiones y hablas interiores (San Juan de la Cruz), pero esta esposa de un «Esposo de sangre» (en alusión a Ex 4, 25) tiene su camino propio de esposa para las maravillas que Dios va obrando en ella. Es admirable encontrar esta lozanía bíblica en el tiempo en que nos encontramos. María Ángela es límpida como el agua para dar cuenta a sus directores.
Fuente: lo hemos tomado de Frate Francesco, que a su vez remite en este artículo a Rufino María Grandes, OFMCap., en Nuevo Año Cristiano, Edibesa, Madrid 2001, 2 de diciembre.