Nació en Roma el 21 de noviembre de 1774. Hija de Tommaso y Teresa Primoli, en el seno de una familia de posición acomodada, profundamente cristiana y diligente en la educación de sus hijos. Estudió con las Hermanas Agustinas de Cascia (1785-88), donde destacó por su inteligencia, una profunda vida interior y su espíritu de penitencia. De regreso a Roma, tuvo una vida tranquila hasta que en 1796 -cuando tenía 21 años- se casó con el joven abogado romano Cristóforo Mora.
Para ella, el matrimonio fue una decisión reflexionada, madura, pero después de algunos meses, la fragilidad psicológica de Cristóforo comprometió la serenidad de la familia. Convirtió a una mujer de mal vivir en su amante y a medida que pasaba el tiempo, humilló y abusó de su esposa en distintas formas, no ejerció más la abogacía, y gastó tanto dinero en sus aventuras que terminó llevando a su esposa e hijas a la extrema pobreza y a una creciente deuda. A la violencia física y psicológica de su esposo, Isabella respondió siempre con absoluta fidelidad. Nunca puso excusas, conveniencias o intereses para justificar un abandono de su hogar, para ella sólo primaba el código de fidelidad de amor y rendición total. Elizabeth trató a su marido con paciencia gentil, ofreciendo penitencias y oraciones por su conversión. Nunca pensó en separarse de él, a pesar de los consejos de familiares y amigos. En vez de esto, siempre amó, apoyó y perdonó a su esposo esperando su conversión.
En 1801 sufrió una misteriosa enfermedad que la puso al borde de la muerte. Se curó de forma inexplicable y tuvo su primera experiencia mística. El Señor le hizo alcanzar la madurez para recibir las visiones y las ilustraciones sobre el destino de la Iglesia. Recibió en forma clara los estigmas de la pasión de Cristo, y en sus visiones vio las tremendas batallas que tendrá que sostener la Iglesia en los últimos tiempos bajo el poder de las tinieblas.
Tuvo cuatro hijos, pero los dos primeros murieron a los días de nacer. Con el abandono de su esposo, fue forzada a vivir trabajando con sus propias manos para seguir al cuidado de sus hijas Marianna y Luciana. Dedicó mucho tiempo a la oración, los pobres y los enfermos. Su hogar pronto se convirtió en un punto de referencia para mucha gente en busca de ayuda material y espiritual. Se dedicó especialmente a cuidar de las familias en necesidad. Para ella, la familia implicaba dar un espacio a cada persona, un lugar que dé frutos de vida, fe, solidaridad y responsabilidad. La familia, para ella, era el templo en el que recibía al «al amado Señor, Jesús de Nazaret» y a todos los que se dirigían a ella. A través de la auto negación, Elizabeth ofrecía su vida por la paz y la santidad de la Iglesia, la conversión de su esposo y la salvación de los pecadores.
En 1807 Elizabeth se unió a la Orden terciaria Trinitaria. Respondió con dedicación a la vocación al matrimonio y la consagración secular. Sus admirables virtudes humanas y cristianas así como la fama de su santidad se difundieron a través de Roma, Albano y Marino, donde ganó fama de santidad. En 5 de febrero de 1825, mientras era asistida por sus dos hijas, Isabella falleció. Fue enterrada en Roma en la iglesia trinitaria de San Carlino alle Quattro Fontane. Poco después de su muerte, como ella misma predijo, su esposo se convirtió uniéndose a la Orden Terciaria Trinitaria y después se ordenó sacerdote de los franciscanos conventuales. Murió el 9 de setiembre de 1845 y fue enterrado en la iglesia de los franciscanos conventuales de Sezze.
Fue beatificada junto al joven mártir Zaire Isidore Bakanja, y a otra madre italiana santa, Gianna Beretta Molla, por el Papa Juan Pablo II el 24 de abril de 1994, en el Año Mundial de la Familia.
Nota de ETF: Por muy admirable que pueda ser la virtud heroica de la beata Isabel soportando la crueldad de su marido, debe tenerse especial cuidado en no creer que eso constituye un ejemplo a seguir por cualquier mujer, por cristiana que sea, que sufre maltrato. Esa virtud que la beata Isabel desplegó fue un especial don de Dios, y no es ni debe considerarse la situación normal de una mujer que sufre malos tratos. Proteger la propia integridad, psíquica y psicológica, así como la de los hijos, no son «excusas, conveniencias o intereses», como parece sugerir el biógrafo, sino que es lo que normalmente debe hacer una persona, salvo que luego de una difícil y riesgosa penetración a través de la oración y la charla espiritual, se descubra que ese camino de humillación es un especial llamado de Dios a participar de su pasión, como en el caso de ésta y otras santas mujeres cristianas a lo largo de la historia.