En las crónicas de Perugia hay numerosas alusiones a la beata Columba. Era ésta una terciaria de la Orden de Santo Domingo. La santidad y los dones espirituales que había recibido eran tan extraordinarios, que la ciudad la consideraba como su protectora y las autoridades acudían a solicitar su intercesión en los momentos de peligro y perplejidad. Columba no había nacido en Perugia, sino en Rieti, donde sus padres se ganaban modestamente la vida con el tejido y la confección de vestidos. La niña era tan bella, que sus padres la bautizaron con el nombre de Angiolella [Angelita]; pero, en el momento del bautismo, una paloma fue a posarse sobre la cabeza de la beata, a la que se llamó desde entonces Columba [Paloma]. Con los años, crecieron su belleza y sus virtudes. Unas religiosas de Santo Domingo le enseñaron a leer y le inculcaron la devoción al santo patrón y a santa Catalina de Siena, quienes se le aparecieron varias veces durante su vida para alentarla y dirigirla. Columba se consagró en secreto a Dios a los diez años de edad. Y así, cuando sus padres quisieron casarla con un joven muy rico, ella se cortó la cabellera y declaró que pertenecía totalmente a Jesucristo. Desde entonces se entregó a la penitencia, sin dejarse ver, en lo posible, por ojos de hombres a imitación del ejemplo de santa Catalina de Siena. Después de un éxtasis que duró cinco días, durante los cuales estuvo como muerta, Columba podía describir los sitios de Palestina que había visitado en espíritu. A los diecinueve años, una vez que tomó el hábito de terciaria de Santo Domingo que tanto había deseado, Columba salió de su retiro y emprendió lo que podríamos llamar su vida pública.
Un ciudadano de Rieti, condenado a muerte por asesinato, fue perdonado gracias a la intercesión de la beata. Columba fue a visitarle en la prisión, le ayudó a hacer una buena confesión y le predijo que no sería ejecutado. Así sucedió, en efecto, pues el indulto llegó momentos antes de cumplirse la sentencia. La fama de la beata no hizo sino aumentar a causa de los milagros que obraba y de los rigurosos ayunos que practicaba. En Viterbo y en Narni curó a unos posesos; los habitantes de esta última ciudad trataron de retener a Columba por la fuerza, pero logró escapar. Sin embargo, no habría de permanecer mucho tiempo en Rieti. Dios le reveló que la tenía destinada a otro sitio y Columba partió furtivamente, por la madrugada y sin el hábito religioso. Empezó a peregrinar sin rumbo fijo. Al llegar a Foligno, las autoridades la detuvieron, creyendo que se trataba de una fugitiva y comunicaron la noticia a los padres de Columba. Acompañada por su padre, su hermano y una matrona de edad avanzada, la beata pudo continuar finalmente su misterioso viaje, que la llevó a Perugia, que era entonces la ciudad más tumultuosa de Italia. La beata se hospedó con otras terciarias en una humilde vivienda y el pueblo empezó a buscarla inmediatamente, pues sin duda su fama la había precedido. Todos la recibían con los brazos abiertos; no sólo los pobres, sino también los ricos y aun la familia Baglioni, que estaba entonces en el poder. Pero algunas personas piadosas, entre las que se contaban frailes franciscanos y dominicos, miraban con cierto recelo a aquella joven de la que se decía que era capaz de vivir sin otro alimento que unas cuantas fresas silvestres y que tenía frecuentes éxtasis. El P. Sebastián Agnelli, quien más tarde fue el confesor y el biógrafo de la beata, no era el que menos desconfiaba de ella, en los primeros tiempos. En el libro que escribió confiesa humildemente el escepticismo con que recibió la noticia de que Columba había resucitado a un niño: «Esperad diez años -dijo al joven César Borgia, quien proponía que se echasen a vuelo las campanas para celebrar el suceso-. Dentro de diez años, si su conducta está a la altura de sus milagros, sabremos si tenemos a una santa entre nosotros».
Pero los habitantes de Perugia eran menos escépticos y propusieron a la beata construirle un convento. El l de enero de 1490, Columba y algunas de sus compañeras hicieron los votos religiosos de la tercera orden de Santo Domingo. Algunos años después, durante una epidemia de peste, la beata gozaba ya de tal fama, que las autoridades fueron a pedirle consejo y organizaron, a instancias suyas, una serie de procesiones penitenciales. Muchos enfermos sanaban con sólo tocar a Columba, ya en el hospital del convento, donde los asistía personalmente con sus religiosas, ya fuera de él. Columba se había ofrecido a Dios como víctima; así pues, cuando la epidemia cedió, la beata contrajo una forma particularmente virulenta del mal. Ella misma atribuyó su curación a santa Catalina de Siena, en cuyo honor las autoridades decretaron que se celebrase anualmente una procesión; así se hizo durante cien años. En las feroces discordias que dividieron a Perugia, Columba trabajó como un ángel de paz; en una ocasión avisó a las autoridades que el enemigo se preparaba a caer sobre la ciudad y de ese modo pudo evitarse aquel ataque por sorpresa.
Cuando el papa Alejandro VI fue a Perugia, pidió expresamente una entrevista con Columba. Tan bien impresionado quedó que más tarde envió a su tesorero a consultar a la beata sobre ciertos planes secretos. La respuesta de Columba fue muy dura, aunque nunca se supo en qué consistió concretamente. Pero Lucrecia Borgia, la hija de Alejandro VI, no compartía el entusiasmo de su padre y se convirtió en enemiga de la beata cuando ésta se negó a recibirla. Probablemente fue Lucrecia Borgia quien desató la persecución contra Columba, al acusarla de practicar la magia y al publicar en Roma un decreto que la privaba de confesor. Columba no pronunció una sola palabra de queja y esperó, pacientemente, a que los ataques perdiesen su fuerza por sí mismos. Hacia el fin de su vida, las enfermedades la hicieron sufrir mucho, pero siguió interesándose por la ciudad tanto como antes. En su lecho de muerte exhortó a las autoridades que habían ido a vistarla, a conservar la caridad cristiana y a hacer justicia a los pobres. Murió a los treinta y cuatro años, en la madrugada de la fiesta de la Ascensión de 1501. Los magistrados organizaron sus funerales, por cuenta de la ciudad, y todo el pueblo asistió a ellos.
En Acta Sanctorum, mayo, vol. V, se hallará la biografía latina, escrita por el confesor de la beata, el dominico Sebastián degli Agnelli. Se trata prácticamente del único documento procedente de fuentes de la Orden de Predicadores, ya que la obra publicada en 1521 por el P. Leandro Alberti, es simplemente una traducción del texto latino del P. degli Agnelli. Hemos de confesar que, en dicha biografía hay muchos puntos que llaman la atención y que quisiéramos hubiesen sido tratados de otra manera. La Beata Columba no ha sido canonizada, pero su culto fue confirmado en 1627. Con miras a dicha confirmación, se presentó a la Sagrada Congregación de Ritos un sumario biográfico y un catálogo de milagros; véase Acta Sanctorum. Empleando esas fuentes, D. Viretti publicó en 1777 su Vita della B. Colomba da Rieti. La mejor de las biografías modernas de este interesante personaje es la de Ettore Ricci, Storia della B. Colomba da Rieti (1901). Véase también M. C. de Ganay, Les Bienheureuses Dominicaines (1913), pp. 305-354; y Procter, Dominican Saints, pp. 133-136.