Tal vez no hubo en toda Roma, durante el siglo diecinueve, una mujer más notable que Ana María Taigi, la abnegada y trabajadora esposa de un criado y la madre ejemplar de muchos hijos, quien fue honrada con la particular estimación de tres sucesivos Pontífices, y cuya pobre casa fue el centro de reunión para muchos de los altos personajes de la Iglesia y el Estado, que buscaban su intercesión, su consejo y su opinión, en las cosas de Dios. Ana María Antonia Gesualda nació el 29 de mayo de 1769, en Siena, donde su padre era boticario. La familia perdió sus bienes y, reducida a la pobreza, emigró a Roma, donde los padres de Ana trabajaron en el servicio doméstico en casas particulares, mientras que la joven se internaba en una institución que se encargaba de educar a los niños sin recursos. A la edad de trece años, Ana comenzó a ganarse el pan con su trabajo. Durante algún tiempo estuvo empleada en una fábrica de tejidos de seda y después entró al servicio de una noble dama en su palacio. Al convertirse en mujer, experimentó una fuerte inclinación por los vestidos ostentosos y el deseo de ser admirada, lo que, en ocasiones la puso al borde del mal y, si no cayó en los abismos del pecado fue por sus buenos principios. Además, en 1790, cuando tenía veintiún años, se salvó de las tentaciones al casarse con Domenico Taigi, un servidor del palacio Chigi. Aun entonces seguían atrayéndola las cosas del mundo, pero poco a poco, la gracia se iba adueñando de su corazón y sintió remordimientos de conciencia que la impulsaron a hacer una confesión general. Su primer intento de abrir el corazón ante un sacerdote, chocó con una seca negativa; pero la segunda tentativa tuvo éxito.
En seguida encontró la guía espiritual que necesitaba, en un fraile servita, el padre Angelo, quien habría de ser su confesor durante muchos años. El sacerdote se dio cuenta desde un principio, que estaba tratando con un alma elegida, y ella, por su parte, siempre consideró el momento en que conoció al padre Angelo, como la hora de su conversión. Desde aquel día, renunció a todas las vanidades del mundo, se contentó con vestir las ropas más sencillas, no volvió a tomar parte en diversiones mundanas, a menos que su esposo se lo pidiera especialmente. Su mayor consuelo y alegría los encontró en la oración, y su generoso deseo de someterse a mortificaciones externas tuvo que ser moderado por su confesor, quien lo adaptó a los límites en que no afectara los deberes de su vida diaria. Su marido era un buen hombre, pero de escasas luces y muy quisquilloso; si bien apreciaba las evidentes cualidades de su mujer que le beneficiaban a él y a su familia, nunca pudo comprender los heroicos esfuerzos de Ana para alcanzar el noble ideal de la completa renunciación, ni darse cuenta de que el cielo la recompensaba con un caudal de gracia. Por eso, el testimonio de Domenico sobre la abnegación y la estricta precisión con que ella cumplía los cotidianos deberes del hogar, resultan más que convincentes sobre las extraordinarias virtudes de Ana. Con referencia a la época en que la beata comenzaba ya a ser conocida y admirada, Domenico declaró: «Con frecuencia sucedía que, al regresar a casa, me la encontraba llena de gente desconocida. Pero en cuanto Ana me veía, dejaba a cualquiera, ya fuese una gran señora o tal vez un prelado el que estuviese con ella, se levantaba y acudía a atenderme con el afecto y la solicitud de siempre. Se podía ver que lo hacía con todo el corazón; se habría arrodillado en el suelo a quitarme los zapatos, si yo se lo hubiese permitido. En resumidas cuentas, aquella mujer era una felicidad para mí y un consuelo para todos... Con su maravilloso tacto, era capaz de mantener una paz celestial en el hogar, a pesar de que éramos muchos, de muy distinto temperamento y había toda clase de problemas, sobre todo cuando Camilo, mi hijo mayor, se quedó a vivir con nosotros durante los primeros tiempos de su matrimonio. Mi nuera era una mujer que se complacía en crear la discordia y se empeñaba en desempeñar el papel de ama de casa para molestar a Ana; pero aquella alma de Dios sabía cómo mantener a cada cual en el puesto que le correspondía y lo hacía de una manera tan gentil, tan suave, que no la puedo describir. A veces llegaba yo a la casa cansado, de mal humor y hasta enojado, pero ella siempre se las arreglaba para aplacarme y hacerme alegre la existencia».
La familia que Ana debía cuidar estaba formada por sus siete hijos -dos de los cuales murieron cuando eran pequeños-, su marido y sus padres, que vivían con ella. Cada mañana, los reunía a todos para orar; a los que podían, los llevaba a oír misa y por la noche, volvían a reunirse todos para escuchar lecturas espirituales y rezar las plegarias. Ana se preocupaba, sobre todo, de vigilar la conducta de los niños. También tenía tiempo la beata para trabajar en sus costuras con las que, muchas veces, complementó el escaso salario de su marido, y, otras, pudo socorrer a los más pobres que ella, porque siempre fue extraordinariamente generosa y enseñó a sus hijos a serlo. Se diría que un trabajo doméstico tan excesivo hubiese monopolizado las energías de cualquier mujer; sin embargo, las obligaciones familiares no la privaban de entregarse a experiencias místicas de gran altura. Para dar una idea de lo que era aquello, recurrimos a las memorias sobre la beata, escritas después de su muerte por el cardenal Pedicini, a quien conoció por intermedio de su confesor y con quien compartió, durante treinta años, la dirección espiritual de aquella alma elegida. Muy posiblemente, a través del cardenal se dieron a conocer las excelsas virtudes y dones sobrenaturales de la beata. Desde el momento de su conversión, Dios la gratificó con maravillosas intuiciones sobre sus designios respecto a los peligros que amenazaban a la Iglesia, sobre acontecimientos futuros y sobre los misterios de la fe. Estas cosas se le revelaron a Ana en un «sol místico» que reverberaba ante sus ojos y en el que vio también las iniquidades que los hombres cometían continuamente contra Dios. En aquellas ocasiones, sentía que era su deber dar satisfacciones al Señor por aquellos agravios y ofrecerse como víctima.
Por eso sufría Ana verdaderas agonías físicas y mentales cuando se entregaba a la plegaria por la conversión de algún pecador endurecido. Con frecuencia leía los pensamientos y adivinaba los motivos entre las gentes que la visitaban y, en consecuencia, podía ayudarlas de una manera que parecía sobrenatural. Entre las personalidades que estuvieron relacionadas con ella, debe mencionarse a san Vicente Strambi, a quien ella pronosticó la fecha exacta de su muerte. En los primeros años después de su conversión, Ana María tuvo abundantes consuelos espirituales y arrobamientos, pero más tarde, especialmente durante los últimos años de su vida, sufrió grandemente por los ataques de Satanás y la desolación espiritual. Estas pruebas, aunadas a los quebrantos de su salud y a las murmuraciones y calumnias, le dieron ocasión para mostrar su resignación y soportarlas alegremente. El 9 de junio de 1837 murió, al cabo de nueve meses de agudos sufrimientos, a la edad de sesenta y ocho años. Fue beatificada en 1920, y su sepulcro se encuentra en la iglesia de San Crisógono de los trinitarios, en cuya orden la beata era terciaria.
Las declaraciones de los testigos en el proceso de beatificación (en el que compareció Domenico, a los noventa y dos años de edad) resultan particularmente interesantes y valiosas como material biográfico. Las biografías son numerosas. Una de las más antiguas fue la de Luquet (1854); la escrita por Fr. Calixto tuvo mucha circulación, así como otra escrita en francés por Fr. G. Bouffier. Tal vez la más completa sea la que publicó, en italiano, Mons. C. Salotti, en 1922 y que fue traducida al alemán. La biografía francesa de A. Bessiéres, Epouse, mere et mistique (1953), tiene un tono exagerado y sin discriminaciones.
N. de ETF: reproduzco la hagiografía del Butler, pero no sin notar que lo relatado allí tiene poco que ver con el contenido del elogio del Martirologio Romano; «víctima de la violencia de su marido» no parece describir exactamente los motivos que llevaron a revelarse en ella la acción de Dios, en todo caso lo que se desprende del relato del Butler -que parece bien informado- son las durísimas condiciones de la vida de un ama de casa de la época, pero donde el motivo de santidad no está puesto en ello sino en la práctica de una vida mística. Compárese este caso con el de, por ejemplo, la beata Humiliana, en la que los malos tratos juegan un especial papel en su ascenso a la santidad (de todos modos debe tenerse presente la nota que hemos puesto allí respecto de los malos tratos domésticos).