Córdoba es la capital de un distrito rural que comprende el valle central que se encuentra en el curso medio del Guadalquivir y es cabeza de puente del mismo río. En tiempo de los romanos, era el término del tráfico fluvial. Esta antigua ciudad, muy africana, asentada sobre una llanura alta, se precia mucho de su mezquita, en donde un bosque de columnas da la impresión de un oasis de palmeras. El nombre mismo, Córdoba, es de procedencia fenicia y la palabra Guadalquivir deriva del árabe. Este antiguo pueblo semítico, que se convirtió en conquistador con las huestes del Islam, inmoló en el año 852 a dos testigos de Jesucristo. Uno había nacido cerca de Granada y era «monje y eunuco ya viejo, llamado Rogellius; el otro, llamado Servio Deo [traducción del árabe Abdallah, 'siervo de Dios', equivalente a Teódulo o Servideo], eunuco desde joven, había llegado de ultramar, desde el Oriente, a Córdoba, para morar allí en calidad de extranjero», cuenta Eulogio de Córdoba. Estos dos habían hecho voto de luchar hasta la muerte, sin retroceder bajo ningún pretexto, hasta que obtuvieran el cielo por medio de su sangre. Dirigiéndose a la mezquita y confundiéndose con la gente, empezaron a predicar el Evangelio y a burlarse del Islam y de su culto. Anunciaron que el reino de los cielos estaba cerca para los fieles, que la muerte y la gehenna sin duda alguna eran el destino de los infieles, a menos que se acercaran a la Vida.
Como arden en la hoguera los haces de ramos de espinas, levantando lenguas de fuego y crepitando, así se inflamó la ira de la cohorte de los infieles contra los siervos de Dios. Trataron de golpearlos, herirlos, pincharlos, aplastarlos y acabar con los santos que osaron profanar la mezquita del profeta. Si no hubiera estado allí un juez que recurrió a su poder para reprimir a la turba incontenible, les hubieran arrancado el último soplo de vida que les quedaba. En medio de puños amenazantes, fueron conducidos a la prisión, en donde se les impusieron pesadas cadenas y se les encerró en los calabozos destinados a los ladrones. Allí, todavía predicaban, profetizaban y anunciaban la muerte inminente del tirano, alababan la verdadera religión y refutaban el error. Sus cuerpos estaban ya privados de vigor para soportar los suplicios, pero su lengua no cesaba de proclamar los oráculos de la verdad. Las autoridades ocupantes, para castigar a estos evangelistas violadores de la mezquita, decretaron que se les cortarían primero las manos y los pies y, luego, la cabeza. El decreto causó un gran júbilo en los siervos de Cristo.
Al afrontar la sentencia de muerte, estaba allí, con toda su ferocidad, el verdugo; gritaba, rechinaba los dientes, apenas podía contener su ansiedad y quería precipitar la ejecución de los elegidos, quienes se mostraban tan deseosos de partir, que el verdugo parecía lento en procurarles la muerte. Continúa Eulogio: «colocados en el lugar de la decapitación, los santos mártires, aun antes del aviso del lictor, extendieron los brazos para ofrecer sus manos: el hierro cayó sobre sus articulaciones y las manos saltaron a uno y otro lado. Después, les cortaron las piernas, pero no mostraron ninguna tristeza. Finalmente, tronchado el cuello, se desplomaron. Los cadáveres mutilados, ensartados en horquillas, fueron colocados más allá del río, entre las cruces de los otros, el 16 de septiembre» (del año 852). Como se señaló en el artículo de ayer (Emilas y Jeremías), los cadáveres de unos y otros mártires fueron expuestos juntos, y luego también incinerados juntos.
El caso de los «mártires de Córdoba», celebrados a todo lo largo del año, y cuyos datos provienen casi exclusivamente de las obras de san Eulogio de Córdoba, es especialmente limítrofe entre el testimonio y la provocación. No de menor importancia es el hecho de que en sus obras san Euulogio defiende como tesis la validez del martirio provocado por los propios mártires, por lo que este aspecto está singularmente destacado en cada uno de los ejemplos que menciona. La Iglesia, que rechaza explícitamente y desde la antigüedad el lanzarse voluntariamente al martirio, acepta sin embargo a los mártires de Córdoba, e incluso los tiene inscriptos no sólo en el calendario local, como beatos, sino en el general. Cierta forma de acercarse a una comprensión de este martirio «voluntario» la encontramos en una homilía de SS. Pablo VI al canonizar otro caso límite, el de los franciscanos Nicolás Tavelic y compañeros.
Artículo basado en el correspondiente del Butler-Guinea, con cotejamiento directo del Memorialis Sanctorum de san Eulogio, II,13. Sobre la cuestión de la castración (los dos mártires eran eunucos) Butler remite a Dictionaire d'archeologie chrétienne et de literature, vol. II, col. 2367-2369, artículo Castration; ibid., artículo Eunuques, vol. V, col. 744. Imagen: talla de san Rogelio, en Illora, Granada.