La historia de los dos mártires Rodrigo y Salomón se conserva gracias a su contemporáneo san Eulogio de Córdoba, quien escribió, basado en sus propios conocimientos y en las declaraciones de testigos presenciales, todos los actos de aquellos que murieron por la fe, durante la persecución en la cual él mismo fue martirizado. Debe admitirse que estas «Actas» dan una impresión desfavorable sobre la retirada general de los cristianos, cuando España estaba dominada por los moros. En efecto, las familias se hallaban divididas, era común la apostasía y los moros mismos se escandalizaban por la infidelidad de los cristianos, a quienes echaban en cara su inconstancia. No es de extrañar que san Eulogio comience su libro con estas palabras: «En aquellos días, por un justo designio de Dios, España estaba oprimida por los moros». La historia de san Rodrigo puede servir de ilustración a lo dicho.
Rodrigo, natural de Cabra, Córdoba, era sacerdote y tenía dos hermanos, uno de ellos se había hecho mahometano y el otro era un mal cristiano, que prácticamente había abandonado su fe. Una noche, los dos hermanos tuvieron un altercado y se acaloraron tanto, que llegaron a las manos; Rodrigo se apresuró a separarlos y al punto, ellos se volvieron contra él y lo golpearon hasta dejarlo sin sentido. El mahometano lo puso sobre una camilla e hizo que lo llevaran por las calles, en tanto que él caminaba al lado, proclamando a voces que Rodrigo había apostatado y que deseaba se le reconociera públicamente como un mahometano antes de morir. La víctima no se atrevía a protestar, pero tan pronto como se presentó una oportunidad, saltó de la camilla y emprendió la huida. Poco después, su hermano el mahometano se lo encontró en las calles de Córdoba y acto seguido se precipitó sobre él, lleno de odio, y lo llevó a rastras ante el Cadí, acusándolo de haber vuelto a la fe cristiana después de haberse declarado él mismo mahometano. Rodrigo negó con indignación haber renegado de la religión cristiana, pero el Cadí rehusó creerle y mandó que lo encerraran en un siniestro calabozo. Ahí encontró Rodrigo a otro prisionero, llamado Salomón, recluido por la misma causa. Los dos se alentaban mutuamente durante su largo y tedioso encierro, con el cual esperaba el Cadí acabar con su constancia. Como nada de eso consiguió, los amigos fueron separados, pero cuando aquella medida resultó igualmente ineficaz, entonces el Cadí los condenó a morir decapitados. San Eulogio, que vio los cadáveres de Rodrigo y Salomón expuestos en la orilla del río, notó que los guardias arrojaban a la corriente los guijarros teñidos con la sangre de los mártires para que la gente no los recogiera y los conservara como reliquias.
Nuestra principal autoridad es la Apología de San Eulogio, de la cual los bolandistas extrajeron los pasajes más apropiados para el Acta Sanctorum (marzo, vol. II). Véase también España Sagrada, de Florez, vol. XII, p. 36 ss.
Cuadro: «Rodrigo de Córdoba», obra de Bartolomé Murillo, en la Galería de Dresden.