Dada la gran fama de santidad que alcanzó san Benito en la época en que vivió en Subiaco, muchas nobles familias romanas solían confiarle a sus hijos para que los educasen en el monasterio. Equicio le confió a su hijo Mauro y el patricio Tértulo a su hijo Plácido, quien era aún muy niño. San Gregorio cuenta en sus «Diálogos» que, en cierta ocasión, Plácido se cayó en el río cuando trataba de llenar un cántaro; san Benito, que se hallaba en el monasterio, llamó inmediatamente a Mauro y le dijo: «Corre y vuela, hermano mío, porque el niño acaba de caerse en el río». Mauro echó a correr y anduvo sobre las aguas la distancia de un tiro de flecha, hasta el sitio en que se hallaba Plácido; entonces le tomó por los cabellos y le arrastró hasta la orilla, siembre andando sobre las aguas. Al pisar tierra, Mauro volvió los ojos hacia el río y sólo entonces cayó en la cuenta del milagro. San Benito lo atribuyó a la obediencia de su discípulo, pero éste pensó que se debía a la santidad y virtud de san Benito. Plácido confirmó los pensamientos de Mauro, diciendo: «Cuando me sacaste del agua, vi el manto de nuestro padre sobre mi cabeza y pensé que era él quien tiraba de mí». La salvación milagrosa de Plácido es como un símbolo de la preservación de su alma de toda mancha de pecado. Crecía constantemente en virtud y sabiduría, y su vida era una réplica fiel de la de su maestro y director, san Benito. Éste observaba los progresos de la gracia en el corazón de su discípulo, le amaba con particular predilección y, probablemente, le llevó consigo a Monte Cassino. Según se dice, el padre de Plácido fue quien regaló a san Benito dicha posesión. A esto se reduce todo lo que sabernos acerca de Plácido y Mauro.
Sin embargo, durante algunos siglos se veneró a Plácido como mártir. La confusión tiene por origen la falsificación de un documento en el siglo XII, que aunque ya se ha corregido la cuestión en el Martirologio actual, ha dejado huellas en la iconografía, y vale la pena relatar porque muestra el modo como se han configurado algunas leyendas de santos. En efecto, por entonces Pedro el Diácono, monje y archivista de Monte Cassino, publicó un relato de la vida y martirio de San Plácido. Nadie había oído hasta entonces hablar de aquel mártir. Pedro el Diácono afirmaba que se había basado en los datos que le comunicó un monje de Constantinopla llamado Simeón, quien a su vez había heredado un documento que databa de la época del martirio de san Plácido, escrito por un compañero del mártir, llamado Gordiano. Gordiano había conseguido huir de Sicilia a Constantinopla, donde regaló a los antecesores de Simeón el relato que había escrito sobre el martirio. Esta fábula, como tantas otras, se impuso poco a poco, y los benedictinos y todo el Occidente acabaron por admitirla. Según la leyenda, san Plácido había ido a Sicilia a fundar en Messina el monasterio de San Juan Bautista. Algunos años más tarde, unos piratas sarracenos que venían de España, desembarcaron en la isla. Como Plácido, sus hermanos, su hermana y sus monjes se negasen a adorar a los dioses del rey Abdula, fueron decapitados. Inútil decir que en el siglo VI no había moros en España y que los sarracenos de Siria y Africa no hicieron incursiones en Sicilia antes de mediar el siglo VII. La leyenda se enriqueció poco a poco con nuevas «pruebas», entre las que se contaba nada menos que un acta de la donación que Tértulo había hecho a san Benito de ciertas tierras en Italia y Sicilia. Sin embargo, la devoción a San Plácido no se popularizó verdaderamente sino hasta 1588. En ese año, se reconstruyó la iglesia de San Juan, en Messina y durante el curso de los trabajos se descubrieron varios esqueletos. Naturalmente, el pueblo los tomó por las reliquias de san Plácido y sus compañeros, y Sixto V aprobó el culto de los mártires. Los nombres de san Plácido y sus compañeros quedaron desde entonces incluidos en el Martirologio Romano. Los bolandistas se preguntan con razón si Sixto V obró con la debida prudencia.
U. Berliére, en Revue Bénédictine, vol. XXXIU (1921), pp. 19-45, estudió a fondo la cuestión de la falsificación de Pedro el Diácono, tanto desde el punto de vista histórico, como desde el punto de vista litúrgico. Pero ya antes E. Caspar había probado perfectamente el carácter espurio de la narración de Gordiano en su obra Petrus Diaconus und die Monte Cassineser Falschungen (1909), particularmente en las pp. 47-72. El texto de Gordiano puede verse en Acta Sanctorum, oct. vol. III. Cf. igualmente Comentario sobre el Martirologium Hieronymianum, y el resumen de J. Me Cann en Saint Benedict (1938), pp. 282-291. Artículo del Butler-Guinea simplificado.