San Cristóbal Magallanes Jara nació el 30 de julio de 1869 en el rancho La Sementera, correspondiente al municipio de Totatiche. Luego de haber desempeñado oficios sencillos durante los primeros 19 años de su vida, se matriculó en el Seminario Conciliar de Guadalajara en octubre de 1888, y sus ilusiones de pastor se vieron coronadas al ser designado a la Parroquia de su pueblo natal.
Estando ahí, sin embargo, con la suspensión del culto público decretada por los obispos el 1° de agosto de 1926, los católicos del lugar y de la región, apoyados por la Unión Popular, asociación de activistas unidos a la Liga Nacional Defensora de la Libertad Religiosa, se organizaron para restaurar los derechos que consideraban conculcados. El P. Cristóbal Magallanes reprobó que recurrieran a las armas y publicó en artículo en su periódico, en el que desechó la violencia: «La religión ni se propagó, ni se ha de conservar por medio de las armas. Ni Jesucristo, ni los Apóstoles, ni la Iglesia han empleado la violencia con ese fin. Las armas de la Iglesia son el convencimiento y la persuasión por medio de la palabra", pronunció.
La mañana del 21 de mayo de 1927 fue aprendido por un grupo de soldados del ejército federal, capitaneados por el General Francisco Goñi. Compartió la prisión con su ministro, el joven Presbítero Agustín Caloca y ambos quedaron a disposición del jefe de operaciones militares de Zacatecas, el general poblano Anacleto López. El general Goñi acusó al párroco de sostener la rebelión contra el Gobierno en esa comarca, y pese a que demostró lo contrario, le imputaron otro delito: No habrán tenido parte alguna en el movimiento cristero, pero basta que sean sacerdotes para hacerlos responsables de la rebelión, se dictaminó.
La mañana del 25 de mayo, fueron conducidos a la casa municipal de Colotlán, Jalisco, para ser ejecutados. El señor Cura Magallanes se hincó para recibir del Padre Caloca la absolución sacramental, y él, a su vez, la recibió luego de su párroco. Ante sus verdugos, el Padre Cristóbal dijo en voz alta: «Soy y muero inocente; perdono de corazón a los autores de mi muerte y pido a Dios que mi sangre sirva para la paz de los mexicanos desunidos». Viendo su ministro acosado por la aflicción, le dijo: «Padre, sólo un momento y estaremos en el Cielo». Fueron sus últimas palabras. Sus reliquias se veneran con particular devoción en el templo parroquial de Totatiche.
San Agustín Caloca nació en El Teúl, Zacatecas, el 5 de mayo de 1898; inició sus estudios clericales en el Seminario de Guadalajara, pero este plantel fue cerrado con motivo del anticlericalismo de los jefes carrancistas. Reinició sus estudios en el Seminario Auxiliar de Nuestra Señora de Guadalupe, del que fue alumno fundador a invitación del párroco de Totatiche, Cristóbal Magallanes. La conducta del Padre Caloca era intachable, sana y alegre; humilde en su modo de ser y de obrar piadoso y devoto.
Un día soleado del mes de mayo de 1927 llegó hasta el Seminario Auxiliar de Nuestra Señora de Guadalupe la noticia de que soldados de la federación se encontraban casi a la entrada de Totatiche. El Padre Agustín Caloca, prefecto del Seminario, dio la orden de que los alumnos abandonaran rápidamente el plantel y se dispersaran para pasar como vecinos ordinarios del pueblo. El se quedó al último para evitar hasta donde fuera posible la apariciencia de una casa de estudios para seminaristas. Aprendido por órdenes del general de brigada Francisco Goñi, en calidad de prisionero fue trasladado a Totatiche donde no tardó en ser acompañado por su párroco, Don Cristóbal Magallanes. Por su juventud se ofreció al Padre Caloca dejarlo en libertad, pero declinó la propuesta a menos que también liberaran al señor Cura Magallanes.
Ante la inminencia de la muerte sólo puedo expresar: «Nosotros, por Dios vivimos y por Él morimos». El calvario del Padre Caloca se prolongó después de estas palabras, pues al contemplar apuntando hacia él la boca de los rifles, sus nervios destrozados lo hicieron dar unos pasos al frente, intentando escapar. El jefe del pelotón le salió al encuentro, golpeándole el rostro con una pistola.
Consumada la ejecución, los cadáveres fueron inhumados en el Panteón de Guadalupe en esa población. Cuando fueron exhumados, en agosto de 1933, el corazón se encontraba incorrupto. Sus restos descansan en la Parroquia de San Juan Bautista de El Teúl, donde reciben particulares muestras de respeto y veneración.