En el reinado de Marco Aurelio (169-180) o en el de Decio (249-251), un obispo llamado Carpo, de Furdos de Lidia, y un diácono de Tiatira llamado Papilo, comparecieron ante el gobernador de Pérgamo, en el Asia Menor. Cuando el juez preguntó su nombre a Carpo, éste respondió: «Mi primero y más noble nombre es Cristiano; pero si quieres saber también mi nombre mundano, me llamo Carpo». El gobernador le exhortó a ofrecer sacrificios a los dioses, pero el prisionero replicó: «Soy cristiano. Yo adoro a Cristo, el Hijo de Dios que vino a salvarnos de las acechanzas del demonio y no sacrificaré a tus ídolos». Como el gobernador le ordenase obedecer al punto el edicto del emperador, Carpo contestó citando a Jeremías: «Los dioses que no han creado el cielo y la tierra, perecerán», y declaró que los vivos no debían sacrificar a los muertos. «¿Crees acaso que los dioses están muertos?», le preguntó el magistrado. «Como nunca vivieron, no pueden haber muerto», replicó el mártir. El gobernador le cortó la palabra y le condenó a la tortura.
Entonces empezó el interrogatorio de Papilo, quien declaró que era originario de Tiatira. «¿Tienes hijos?» «Sí, muchos». Uno de los presentes explicó al juez que era una manera de hablar de los cristianos y que significaba que tenía muchos hijos en la fe. «Tengo hijos en la fe en todas las ciudades y provincias», corroboró el diácono. «¿Estás dispuesto a sacrificar, o no?», preguntó el juez con impaciencia. Papilo respondió: «Yo he servido a Dios desde la juventud y nunca he ofrecido sacrificios a los ídolos. Soy cristiano. Esa es la única respuesta que daré a tus preguntas, porque no puedo decir nada más grande ni más noble que ese nombre». El juez le condenó también a la tortura. Pero al fin comprendió éste que ningún tormento sería capaz de hacerles cambiar y mandó que pereciesen en la hoguera. Papilo murió primero. Cuando los verdugos ataban a Carpo, su rostro se iluminó con tal expresión de gozo, que uno de los presentes le preguntó si veía algo. El mártir replicó: «Miraba la gloria de Dios y por eso me sentí transportado de gozo» (otra versión atribuye estas palabras a Papilo). Cuando las llamas empezaron a consumirle, el santo exclamó: «¡Bendito seas, Señor Jesucristo, Hijo de Dios, porque te has dignado compartir conmigo tus suplicios, aunque soy un pecador!»
Después, el gobernador mandó que trajesen a su presencia a Agatónica, la cual se negó también a ofrecer sacrificios a los dioses. Los presentes la exhortaron a que abjurase de la fe por amor de sus hijos; pero ella respondió: «Mis hijos tienen a Dios, y Él mirará por ellos». El gobernador la amenazó con condenarla a la hoguera, pero Agatónica permaneció inconmovible. Los soldados la condujeron al sitio de la ejecución; cuando la desnudaron, la multitud se maravilló de su belleza. El fuego empezó a consumirla y Agatónica exclamó: «¡Ayúdame, Señor Jesús, a sufrir por Ti!» Murió al repetir esta oración por tercera vez.
Estas actas tan sencillas se cuentan entre los documentos más importantes de la época de los mártires que han llegado hasta nosotros. Sin embargo, todas las recensiones que existen han sido retocadas. Para probar la antigüedad del culto de estos mártires, basta con recordar que los mencionan Eusebio y el Breviario sirio; en esta última obra se dice que el culto de los mártires es ya una tradición antigua. El Martirologio Romano, ya en su primera redacción, incluyó en el mismo elogio una cantidad indeterminda de mártires, aludidos en las mismas fuentes, aunque no se da en ellas precisión ni sobre su número ni sobre sus nombres.
Ver Pío Franchi de Cavalieri en Studi e Testi, núm. 33 (1920); Eusebio de Cesarea, Hist. Ecl. libro IV,15. Sobre la cuestión de la época del martirio, ver Delehaye, Les Passions des Martyrs et les génres littéraires, pp. 136-142 y los comentarios de Pío Franchi arriba mencionados. Cf. Harnack, Texte und Untersuchungen, vol. III, n. 4; el texto latino descubierto en el siglo XX anula la hipótesis de Harnack de que las actas fueran de origen montanista. Tanto el texto latino como el de los dos mejores textos griegos pueden verse en Analecta Bollandiana, vol. LVIII (1940), pp. 142-176, con una introducción del P. Delehaye.