los padres de santa Zita, patrona de los servidores domésticos, eran tan piadosos como pobres. Una hermana suya entró en un convento de religiosas cistercienses y su tío, Graciano, era un ermitaño a quien el pueblo veneraba como santo. La madre de Zita no tenía más que decirle: «Esto es agradable a Dios» o «Esto desagrada a Dios», para que la niña obedeciese inmediatamente. A los doce años, Zita entró a servir en una casa de Lucca, a unos quince kilómetros de su pueblo de Monte Sagrati, en la casa de Pagano di Fatinelli, quien tenía un negocio de hilados y tejidos de seda y lana. Desde el principio se acostumbró Zita a levantarse por la noche para orar y asistir a la misa en la iglesia de San Frediano. Distribuía entre los pobres lo mejor de sus alimentos y dormía generalmente en el suelo, pues había regalado su cama a un mendigo.
Durante varios años la hicieron sufrir mucho los otros criados, quienes llevaban a mal su piedad, consideraban como un mudo reproche su laboriosidad y se molestaban por el desagrado con que oía sus palabras, provocativas y groseras. La envidia de sus compañeros despertó el recelo del señor de la casa contra Zita, que lo soportó todo sin una queja. Zita se defendió del atrevimiento de un criado, rasguñándole la cara; cuando su amo le preguntó lo que había pasado, Zita no pronunció ni una sola palabra para excusarse. Poco a poco su paciencia le fue ganando los ánimos de todos y el señor y la señora de la casa empezaron a comprender el tesoro que tenían en la doncella.
La santa consideraba el trabajo como una práctica piadosa. Más tarde solía decir: «Una sirvienta que no es laboriosa no es buena; en las gentes de nuestra posición, la piedad que impide el trabajo es mala piedad». La señora de la casa le confió el cuidado de los niños y la nombró ama de llaves. Un día, el amo decidió inspeccionar la provisión de habas, pues esperaba obtener un buen precio por ellas. En aquella época, todas las familias cristianas daban alimentos a los pobres, pero Zita había regalado demasiados sacos de habas, como lo había confesado a su ama. Pagano era de temperamento muy violento, y la pobre Zita se echó a temblar y pidió a Dios que arreglase las cosas. Cuando Pagano fue al granero, no faltaba un solo saco; la única explicación posible fue la de que el cielo había multiplicado las habas. En otra ocasión en que Zita se había entretenido en la iglesia, olvidando que era el día en que se cocía el pan, se dirigió a toda prisa a la casa; cuando llegó, encontró los panes listos para introducirlos en el horno.
Un helado día de Navidad, como Zita insistiese en ir a la iglesia, su amo le echó su propia capa sobre los hombros, con la recomendación de que la cuidase bien. Al llegar a la iglesia de San Frediano, Zita encontró a un mendigo mal vestido que tiritaba de frío. Como el mendigo señalase ansiosamente la capa que llevaba la santa, ésta se la echó al punto sobre los hombros, diciéndole que podía guardarla hasta que ella saliese de la iglesia. Naturalmente, al acabar la misa el mendigo había desaparecido con la capa. Muy abatida, Zita recibió una dura reprimenda de su amo, como era de temerse. Cuando la familia se disponía a empezar la cena de Navidad, unas horas después, se presentó a la puerta del comedor un desconocido, quien devolvió a Zita la capa de su amo. Los señores de la casa intentaron darle las gracias, pero el desconocido desapareció tan misteriosamente como había aparecido, y dejó el corazón de la familia lleno de gozo celestial. Desde entonces, la puerta de la iglesia de San Frediano en la que Zita encontró al mendigo se llama «la Puerta del Angel».
Con el tiempo, Zita llegó a ser la amiga y consejera de toda la casa. Era la única que sabía cómo tratar a Pagano, cuando éste montaba en cólera. Pero la veneración que todos le profesaban le molestaba infinitamente más que los malos tratos del principio. Para entonces, la santa estaba ya suficientemente libre de los quehaceres domésticos para visitar a su gusto a los enfermos, a los pobres y a los presos. Tenía particular cariño por los condenados a muerte, por quienes pasaba largas horas en oración. En esas obras de piedad y misericordia pasó los últimos años de su vida. Murió apaciblemente el 27 de abril de 1278. Tenía entonces sesenta años de edad y había estado al servicio de la familia de Pagano durante cuarenta y ocho años. El cuerpo de Santa Zita reposa en la iglesia de San Frediano, en Lucca, a donde la santa había ido con tanta regularidad durante los años que pasó allí.
La principal fuente de información es la biografía escrita por Fatinellus de Fatinellis, que se halla en Acta Sanctorum, abril, vol. III. Existen muchas biografías recientes, como las de Toussaint (1902) y Ledóchowsky (1911) . Ver también la biografía escrita por Bartolomeo Fiorito en 1752 y Analecta Bollandiana, vol. XLVIII (1930), pp. 229-230.