Rafaela Porras nació en la pequeña población española de Pedro Abad, en las cercanías de Córdoba, en 1850. A los cuatro años perdió a su padre, el alcalde de la ciudad, muerto a resultas del cólera, por haberse ocupado de los enfermos durante una epidemia. Tenía Rafaela diecinueve años cuando murió su madre. Desde entonces, junto con su hermana Dolores, un poco mayor que ella, quedó al frente de la familia, bastante numerosa. En 1873, ambas manifestaron su deseo de entrar al convento. Su vida retirada había provocado ya las críticas de los parientes; pero un sacerdote, José Antonio Ortiz Urruela, que había estudiado en Inglaterra bajo la dirección del obispo Grant de Southwark e introducido en Córdoba a las religiosas de María Reparadora, arregló las cosas de manera que las dos hermanas fueran recibidas en dicho convento. Pronto surgieron dificultades, en parte porque las religiosas eran extranjeras, y en parte, debido a la conducta autoritaria del P. Ortiz Urruela. El obispo ordenó a las religiosas que abandonaran la ciudad, pero permitió que se quedaran dieciséis novicias, entre las que se contaban las dos jóvenes Porras, para continuar la obra lo mejor que pudieran. La hermana Rafaela María del Sagrado Corazón fue nombrada superiora.
A principios de 1877, cuando la hermana Rafaela y otras cinco se preparaban para hacer los votos, el obispo de la ciudad, Mons. Ceferino González, les hizo saber que había redactado nuevas constituciones para la comunidad. Esto ponía a las novicias en una situación muy difícil. Las nuevas reglas eran muy diferentes de las anteriores. Por otra parte, si se rehusaban a aceptarlas, tendrían que abandonar el convento. Optaron por una solución sorprendente: la fuga. Abandonaron la ciudad durante la noche, y se dirigieron a Andújar, donde el P. Ortiz Urruela les había encontrado hospedaje con las monjas del hospital. El hecho produjo gran agitación. Las autoridades civiles intervinieron y el obispo suspendió al P. Ortiz Urruela. Pero ya para entonces el osado sacerdote se hallaba en Madrid, tratando de encontrar una solución estable para sus protegidas, de modo que el obispo de Córdoba se encontraba reducido a la impotencia, ya que las fugitivas no formaban una comunidad canónicamente constituida. El P. Ortiz Urruela murió súbitamente; pero un jesuita, el P. Cotanilla, se encargó de ayudar a las religiosas, y las autoridades eclesiásticas les permitieron finalmente establecerse en Madrid. En el verano de 1877, las dos primeras, Rafaela y su hermana Dolores, hicieron la profesión.
Tal fue el sorprendente comienzo de la Congregación de las Siervas del Sagrado Carazón, que iban a dedicarse en el futuro a la educación de la juventud y a la obra de los retiros espirituales. La congregación se desarrolló y extendió rápidamente. Pronto quedaron fundadas las nuevas casas de Jerez, Zaragoza, Bilbao y Córdoba, esta última con la plena aprobación de Mons. Ceferino González. Actualmente las Siervas del Sagrado Corazón se hallan establecidas en una docena de países. Pero las dificultades no escasearon, ni siquiera después del edicto de aprobación de la Santa Sede, a raíz del cual la santa fue elegida superiora general. Desgraciadamente, su hermana Dolores que había tomado el nombre de María del Pilar, no estaba de acuerdo con ella en cuestiones de administración, y no le faltaba apoyo entre algunas religiosas. En 1893, la fundadora renunció al cargo de superiora general, y María del Pilar fue elegida para sucederle. Durante los últimos treinta y dos años de su vida, Rafaela no ocupó ningún cargo en la congregación, sino que vivió en la oscuridad, entregada a los trabajos domésticos, en la casa de Roma.
Sin duda alguna, en esos años se santificó enormemente. La total abnegación no debía ser fácil a una mujer de su carácter, que había fundado una congregación religiosa en circunstancias tan difíciles. En este libro hemos de referirnos frecuentemente a santos que fueron canonizados por aclamación popular, tan sólo por haber sufrido una muerte injusta, no un martirio propiamente dicho. Pues bien, la madre Rafaela es una santa que pasó la mitad de su vida en el martirio de un tratamiento injusto. En sus últimos años, su rostro reflejaba el valor y la mansedumbre. El cirujano que la operó poco antes de su muerte resumió su vida en una frase: "Madre, es usted una mujer valiente". Ella lo había expresado de otro modo, muchos años antes: «Veo claramente que Dios quiere que me someta a todo lo que me sucede, como si le viera a Él mismo ordenármelo". Santa Rafaela María murió el día de la Epifanía de 1925, fue beatificada en 1952 por Pío XII, y canonizada por Pablo VI en 1977.
Se encontrará un buen resumen de su vida en «In Search of the Will of God», de William Lawson. La homilía de SS. Pablo VI en la misa de canonización puede leerse completa en el sitio del Vaticano.