Santa Olimpia -u Olimpíada-, a la que San Gregorio Nazianceno llama «la gloria de las viudas en la Iglesia oriental», fue para san Juan Crisóstomo lo que santa Paula fue para san Jerónimo. Olimpia pertenecía a una familia bizantina, tan rica como distinguida. Nació en el año 361. A la muerte de sus padres, su tío, el prefecto Procopio, se encargó de ella y, para gran gozo de la joven, confió su educación a Teodosia, hermana de san Anfiloquio. Era Teodosia tan extraordinaria que, según dijo san Gregorio a Olimpia, constituía un modelo de virtud, de suerte que encontraría en ella un espejo de todas las excelencias. Olimpia había heredado una cuantiosa fortuna y era hermosa y de carácter atractivo. Así pues, su tío no tuvo dificultad alguna en arreglar un matrimonio, agradable a ambas partes, entre ella y Nebridio, quien había sido un tiempo prefecto de Constantinopla. San Gregorio escribió disculpándose de no poder asistir al matrimonio a causa de su edad y mala salud, y envió a la novia un poema lleno de buenos consejos. Según parece, Nebridio era un hombre muy exigente; pero murió al poco tiempo. Inmediatamente, surgieron otros pretendientes a la mano de Olimpia, entre los que se contaban los personajes más distinguidos de la corte. El emperador Teodosio apoyaba la causa de Elpidio, un español que era pariente próximo suyo; pero Olimpia manifestó que estaba decidida a no volver a contraer matrimonio, diciendo: «Si Dios hubiese querido que siguiese yo casada, no se habría llevado a Nebridio». Teodosio siguió insistiendo, a pesar de todo. Como Olimpia no cediese, el emperador acabó por poner la fortuna de la joven en manos del prefecto de la ciudad, a quien constituyó tutor de Olimpia hasta que ésta cumpliese treinta años. El prefecto llegó hasta impedir a Olimpia que fuese a ver al obispo y acudiese a la iglesia. La santa escribió al emperador, quizá con demasiada dureza, que le agradecía la hubiese librado del cuidado de la administración de su fortuna, y que el favor sería completo si ordenaba que sus bienes fuesen distribuidos entre los pobres y la Iglesia. Impresionado por esa carta, Teodosio se informó de la vida que llevaba Olimpia y, el año 391, le devolvió la administración de sus bienes.
Entonces, santa Olimpia se ofreció a Nectario, obispo de Constantinopla, para recibir el diaconado, y se estableció en una espaciosa casa con cierto número de vírgenes que querían consagrarse a Dios. La santa se vestía sencillamente, vivía modestamente y era asidua en la oración y generosa en la caridad, hasta el grado de que san Juan Crisóstomo tuvo que aconsejarle en más de una ocasión que se moderase en la limosna, o más bien que fuese discreta en darla para socorrer a aquéllos que más necesitaban de su ayuda: «No fomentéis la pereza en quienes viven de vuestro dinero sin verdadera necesidad, porque eso sería como arrojar vuestro dínero al mar». El año 398, san Juan Crisóstomo sucedió a Nectario en la sede de Constantinopla. En seguida, tomó a santa Olimpia y su comunidad bajo su protección. Gracias a los consejos del obispo, las obras de beneficencia de santa Olimpia fueron extendiéndose. De su casa dependían un orfanatorio y un hospital; y, cuando los monjes que habían sido desterrados de Nitria llegaron a Constantinopla para apelar contra Teófilo de Alejandría, santa Olimpia se encargó de alojarlos y darles de comer. Entre los amigos de la santa se contaban san Anfiloquio, san Epifanio, san Pedro de Sebaste y san Gregorio de Nissa. Paladio de Helenópolis califica a Olimpia de «mujer extraordinaria», como «vaso precioso lleno del Espíritu Santo». Pero el amigo más íntimo y afectuoso de santa Olimpia era san Juan Crisóstomo, el cual, antes de partir al destierro el año 404, fue a despedirse de ella; fue necesario arrancar por la fuerza a Olimpia de los pies del santo para que le dejase partir.
Después de la partida del obispo, Olimpia compartió las amarguras de la persecución con todos sus amigos, pues todos estaban envueltos en ella. La santa compareció ante el prefecto de la ciudad, Optato, que era pagano, acusada de haber incendiado la catedral. En realidad, lo que querían los perseguidores era que la santa apoyase a Arsacio, el obispo usurpador; pero Olimpia dio muestras de ser muy superior a Optato y quedó libre por entonces. Durante el invierno, estuvo muy enferma y, en la primavera del año siguiente, fue desterrada y anduvo errante de ciudad en ciudad. A mediados del año 405, regresó a Constantinopla y compareció nuevamente ante Optato, quien la condenó a pagar una multa enorme por haber negado su apoyo a Arsacio. Ático, el sucesor de Arsacio, dispersó a la comunidad de viudas y vírgenes que la santa dirigía y acabó con todas sus obras de beneficencia. Las enfermedades, las más bajas calumnias y las persecuciones contra la santa se sucedieron unas a otras. San Juan Crisóstomo la alentaba y reconfortaba escribiéndole desde el destierro. Se conservan todavía diecisiete de sus cartas, que dejan ver los infortunios por los que atravesaron ambos santos. «Esta familiaridad con el sufrimiento debe regocijaros. Por haber vivido constantemente en la tribulación, habéis avanzado en el camino de las coronas y los laureles. Habéis sido con frecuencia víctima de enfermedades más crueles e insoportables que muchas muertes. En realidad, nunca habéis estado sana. Os habéis visto cubierta de calumnias, insultos e injurias, y las tribulaciones se han sucedido unas a otras sin interrupción. El llanto os es cosa familiar. Una sola de esas penas habría bastado para enriquecer vuestra alma». Y también: «Se necesita mucha paciencia para soportar el verse despojado de todo bien y desterrado a tierras malsanas, encadenado y prisionero, abrumado de insultos, burlas y menosprecios. Ni Jeremías con toda su serenidad hubiese podido soportar esas pruebas. Pero peor que estas pruebas, y peor que la pérdida de hijos muy queridos y aun que la muerte misma, es la mala salud que es el más terrible de los males, humanamente hablando». En otra carta escribe el santo: «No puedo dejar de llamaros bienaventurada. La paciencia y dignidad con que habéis soportado vuestras penas, la prudencia y sabiduría con que habéis sabido tratar los asuntos más delicados, y la caridad que os ha movido a arrojar un velo sobre la malicia de los que os persiguen, os han merecido un premio de gloria que, en adelante, os harán encontrar vuestros sufrimientos leves y pasajeros en comparación del gozo eterno».
Las cartas de San Juan Crisóstomo indican también que solía confiar a santa Olimpia misiones muy importantes. No sabemos dónde se hallaba la santa cuando supo que San Juan Crisóstomo había muerto en el Ponto, el 14 de septiembre de 407. Santa Olimpia murió en Nicomedia, el 25 de julio del siguiente año, poco después de haber cumplido los cuarenta años. Su cuerpo fue trasladado a Constantinopla, donde «llegó a ser tan famosa por su bondad, que todos la consideraban como un modelo y los padres esperaban que sus hijos se le asemejasen».
Las noticias que poseemos sobre esta noble viuda provienen de Paladio, de las cartas de San Juan Crisóstomo y de los escritos de algunos de sus contemporáneos. Pero existe también una biografía griega, que fue publicada por primera vez en Analecta Bollandiana, vol. XV (1896), pp. 400-423, junto con un relato de la traslación de las reliquias (ibid., vol. XVI, pp. 44-51), escrito mucho después por la superiora Sergia. Véase también el artículo de J. Bousquet, Vie d'Olympias la diaconesse, en Revue de l'Orient chrétien, segunda serie, vol. I (1906), pp. 225-250, y vol. II (1907), pp. 255-268.