Unos catorce años antes de la muerte de santa Zita en la ciudad de Lucca, vino al mundo en la localidad de Rattenberg, en las montañas del Tirol, una niña que se convertiría en la santa patrona de los criados y servidores domésticos de toda la comarca, de la misma manera que santa Zita lo es en una zona mucho más vasta. Aquella niña, cuyo nombre era Notburga, fue la hija de un campesino del lugar, tan pobre, que apenas tuvo la niña la edad necesaria, comenzó a trabajar como criada para ayudar con el presupuesto familiar. Notburga tenía dieciocho años cuando entró al servicio del conde Enrique de Rattenberg, como ayudante de la cocinera. En el castillo feudal eran siempre muy abundantes los restos de las comidas que se servían en la mesa de los señores y, a diario, Notburga los recogía y, por una puertecilla lateral, los distribuía entre los pobres que acudían en gran número a recibir la limosna. No contenta con esto, se privaba de sus raciones para aumentar las porciones de los mendigos. Al morir la madre del conde, su esposa, la condesa Ottilia, se hizo cargo del manejo de la casa y, como no aprobaba las caridades de la ayudante de la cocinera, dio órdenes de que todas las sobras se juntaran en los grandes cubos para alimentar a los cerdos. Durante algún tiempo, Notburga hizo lo que se le había ordenado y no dio a los pobres más de lo que guardaba de su propia ración, pero no tardó en tomar también algo de lo que se destinaba a los chiqueros y, a pesar de que lo hacía con el mayor sigilo, su ama la sorprendió y fue despedida de mala manera, entre denuestos contra la doncella y sus mendigos. Y sucedió que, pocos días más tarde, murió la condesa Ottilia y después de sus funerales se presentaron en el castillo los mendigos encabezados por Notburga, las víctimas del egoísmo de la difunta señora, y con impresionante seriedad, anunciaron al conde que el espíritu de su esposa iba a morar en los chiqueros del castillo de Rettenberg y no descansaría en paz hasta que se hicieran exorcismos en el lugar.
Notburga se fue a trabajar a la casa de un granjero en Eben, y el incidente legendario que ahí le ocurrió es conocido por todos los niños buenos del Tirol. Era un sábado por la tarde durante la época de la cosecha, y Notburga se afanaba en la siega cuando repicaron las campanas de la iglesia para anunciar las vísperas, es decir que ya había comenzado el domingo. La doncella dejó de trabajar inmediatamente y se disponía a ir a la iglesia, cuando llegó el patrón y le mandó que continuara con la faena. Pero ella hizo ver al amo que el domingo empieza con las vísperas del sábado y ningún buen cristiano siega en domingo; en consecuencia, ella, que era buena cristiana, se negaba rotundamente a trabajar. El patrón, por su parte, alegó que era necesario continuar con la siega porque hacía buen tiempo y convenía aprovecharlo ya que, en cualquier momento, podía cambiar. «No cambiará», replicó Notburga con mucho aplomo. «¿Cómo puedes asegurarlo?», inquirió el patrón. «Ni siquiera se ve la luna puesto que está cubierta por la bruma y yo digo que va a llover». «¡No lloverá!», afirmó la muchacha. «Y si os hace falta ver la luna para creerlo, ahí la tenéis ...». Con movimiento rápido, Notburga arrojó la hoz a los aires y ahí se quedó suspendida, semejante a una luna en cuarto menguante sobre el cielo del ocaso. la pequeña hoz es precisamente uno de los atributos con los que se la representa en la iconografía.
Mientras tanto, el conde Enrique de Rattenberg había sufrido una serie de contratiempos e infortunios a causa de las reyertas entre el conde del Tirol y el duque de Baviera; el biógrafo de santa Notburga, que era un escritor de mucha imaginación, asegura que el de Rattenberg atribuía todas sus desgracias a la maldad de su difunta esposa y, sobre todo, a la injusticia que había cometido con la pobre ayudante de la cocinera. Al parecer, el conde creía que el espíritu de su esposa vagaba por los chiqueros y le traía maleficios, como se lo habían vaticinado los mendigos y, para ahuyentarlo de una vez por todas, decidió casarse por segunda vez y llamar a Notburga para reparar el daño que se le había hecho. El conde llevó a cabo sus proyectos y la doncella se instaló en el castillo, no como sierva sino como ama de llaves. Durante el resto de su existencia, Notburga vivió feliz y santamente en Rattenberg y, gracias a ella, un ejército de mendigos obtenía ahí su diario sustento. Poco antes de morir, recomendó a su amo muy especialmente a sus amados pobres y, como última voluntad, le pidió que colocara su cadáver en una carreta y lo sepultara en el lugar donde los bueyes se detuviesen. Así se hizo y, tras una larga jornada durante la cual se realizaron muchos milagros, como cuentan las crónicas, los bueyes se detuvieron ante la puerta de la iglesia de San Ruperto, en Eben. De acuerdo con sus deseos, Santa Notburga fue sepultada allí. En 1862, el Papa Pío IX confirmó su culto local como patrona de los pobres campesinos y siervos asalariados.
A pesar de que dependemos casi enteramente de la biografía originalmente publicada en alemán por H. Guarinoni en 1646, hay otros materiales más antiguos, según nos informa Rader en Bavaria Sancta, así como otros investigadores. La narración de Guarinoni, traducida al latín, aparece en Acta Sanctorum, septiembre, vol. IV, acompañada de numerosos prolegómenos y curiosas ilustraciones sobre el culto a santa Notburga.