La historia del cristianismo presenta numerosos casos de penitentes que, en cooperación con la gracia de Dios, consiguieron volver las espaldas a una vida de pecado y miseria espiritual y llegar a las alturas de la santidad. La vida de pecado de muchos de esos santos penitentes llega a veces a extremos verdaderamente inauditos de maldad y depravación. Santa Juana Delanoue no tuvo que arrancarse a una vida de pecados enormes, sino a una vida de mundanidad y egoísmo, a las pequeñeces y ridículas vanidades del materialismo de una existencia burguesa. Su padre, que era originario de Saumur, ciudad de Anjou, vendía telas, piezas de alfarería y objetos de devoción, ya que por la ciudad pasaban los peregrinos que iban al santuario de Nuestra Señora des Ardilliers. Aunque el negocio prosperaba, la situación de la familia Delanoue no era precisamente desahogada, pues el matrimonio tenía doce hijos. Juana, que era la menor, nació en 1666. La madre de Juana murió veinticinco años más tarde, después de largos años de viudez y Juana heredó la casa y la tienda, con poca mercancía y menos capital. Asoció inmediatamente al negocio a su sobrina de diecisiete años, llamada también Juana Delanoue, quien no sólo se parecía a ella en el nombre.
El primer objetivo de ambas jóvenes era ganar dinero, y los vecinos empezaron a notar pronto la diferencia con la época en la que la madre de Juana regenteaba la tienda y ayudaba generosamente a los mendigos que llamaban a la puerta. Ahora se daba a los mendigos con ella en las narices y la tienda estaba abierta aún los domingos, lo cual no era sólo una violación escandalosa del tercer mandamiento, sino también una injusticia para con los otros comerciantes. Por otra parte, las jóvenes alquilaban como posada a los peregrinos la habitación de la trastienda, que era una especie de cueva excavada en la falda de una colina. En una palabra, Juana empezó a internarse por el camino de «los negocios», sin darse cuenta de que se enredaba, cada vez más, en toda clase de triquiñuelas y pecados más o menos leves. De niña había sido muy devota y aún había tendido un tanto a los escrúpulos. Pero la atmósfera religiosa del lugar era seca y formalista: prácticamente se confundía el amor de Dios con una serie de devociones y se reducía el cumplimiento de la voluntad divina a una cuestión de reglas y prescripciones. Juana ya no era una niña y, en su nueva posición social de dueña de un comercio, no podía ignorar esa sustitución del espíritu por la letra; así, todo el mundo estaba al corriente de que Juana Delanoue mandaba a su sobrina a comprar los víveres poco antes de la comida, para poder decir a los mendigos con conciencia tranquila, que no tenía nada que darles.
La víspera de la Epifanía de 1693, se presentó por primera vez en Saumur una extraña mujer, ya entrada en edad, que durante varios años iba a desempeñar en la vida de Juana un papel curioso y difícil de definir. Francisca Souchet era una viuda, originaria de Rennes, que pasaba su tiempo en peregrinar de un santuario a otro. Unos la calificaban de loca, otros de santa visionaria y otros más de simplona. El hecho es que la viuda relataba a todo el mundo sus «visiones celestiales» con el lenguaje oscuro y misterioso de los oráculos y empezando siempre por las palabras: «Él (Dios) me ha dicho ... » En un arranque de generosidad, Juana ofreció posada a la viuda por un precio irrisorio. Lo único que dijo la viuda en aquella ocasión fue: «Dios me ha enviado por vez primera a conocer el camino». Como quiera que fuese, Juana se mostró particularmente inquieta y nerviosa mientras la viuda estuvo hospedada en su casa y, durante la cuaresma siguiente, fue a escuchar a los predicadores de diversas iglesias con la esperanza de encontrar algún consuelo a su intranquilidad. Finalmente, abrió su corazón al P. Geneteau, que era un hombre experimentado en la dirección de conciencia y ejercía el cargo de capellán del hospital municipal. El primer fruto de la dirección del P. Geneteau fue que Juana cesó de abrir la tienda los domingos.
A las pocas semanas, la vida religiosa de Juana empezó a enfervorizarse, aunque el espíritu de avaricia seguía profundamente arraigado en ella. La Sra. Souchet volvió a Saumur en Pentecostés y al salir de la misa, empezó a referir a Juana sus visiones: «Él dice esto; Él dice lo otro ...» Lo que «Él» decía era absolutamente ininteligible. Sin embargo, Juana escuchaba atentamente a la viuda, pues empezó a sospechar que Dios podía valerse de aquella mujer andrajosa para comunicarle algo y aún empezó a entrever qué era lo que Dios quería decirle: «Tuve hambre y no me diste de comer; tuve sed y no me diste de beber; era yo un forastero y no me recibiste en tu casa; estaba yo desnudo y no me vestiste; estaba enfermo y no me visitaste ...» Y súbitamente Juana comprendió que su verdadera vocación no era el comercio, sino el servicio de los pobres; que no estaba hecha para recibir, sino para dar y para dar sin distinción. Inmediatamente se dirigió a su guardarropa y sacó sus mejores vestidos: «Este es para la señora de tal. Sé perfectamente que no lo necesita, pero Dios ha dicho que se lo regale». Esta notable conversión se confirmó, por decirlo así, un par de semanas más tarde. Cuando la sobrina llegó a la tienda un día, encontró a Juana de pie, perfectamente inmóvil e insensible a cuanto sucedía a su alrededor. Cualquiera que haya sido la naturaleza de aquel éxtasis, el hecho es que duró tres días y tres noches. Durante él vio Juana que estaba llamada al servicio de los más abandonados, que otras personas la seguirían en esa ardua empresa y que el P. Geneteau sería su director y la Madre de Dios su guía. El tiempo demostró la veracidad de la visión.
¿Pero dónde estaban esos seres abandonados de los que Juana debía ocupars? Francisca Souchet se lo indicó: «Él me ha dicho que debéis transladaros a Saint-Florent y consagraros al cuidado de seis niños que encontraréis en un establo». Así lo hizo Juana y encontró en Saint-Florent, en un establo, una familia compuesta del padre, la madre y seis hijos, todos enfermos de hambre y de frío. Juana llenó una carreta con alimentos, vestidos y cobertores y, durante dos meses, dedicó dos o tres días de la semana al cuidado de aquella familia. Pero eso fue sólo el comienzo. Pronto empezaron a llegarle noticias sobre otros miserables y, en 1698, Juana acabó por cerrar la tienda. Su vocación no era recibir sino dar. Tres años má tarde, tenía ya una docena de huérfanos en su casa y en el antiguo local.
Las gentes empezaron a Ilamar a la obra «La Casa de la Providencia», pues no comprendían de dónde sacaba Juana dinero para sostenerla. La respuesta la dio Francisca Souchet: «El rey de Francia no va a abriros sus tesoros; pero los tesoros del Rey del cielo estarán siempre a vuestra disposición». Las malas lenguas no faltaban. Y los hechos justificaron aparentemente sus malos augurios, ya que una mañana de otoño de 1702, la casa de Juana se vino abajo, debido a una falla del terreno, y uno de los niños pereció en la catástrofe. «¡Buena está la casa de la Providencia!», murmuraron los detractores. Y aún los partidarios de Juana se expresaron en términos más propios de Job que de Jesucristo. La santa se transladó con sus huérfanos al establo de la casa de los padres del oratorio. Pero los mendigos y pícaros que empezaron entonces a frecuentar el lugar turbaban la paz religiosa de la casa, de suerte que, tres meses más tarde, Juana tuvo que emigrar. Durante los tres años siguientes, se alojó con su gran familia en una casa que constaba de tres habitaciones, una cocina y una cueva anexa. Por entonces se unieron a Juana y su sobrina otras dos jóvenes, Juana Bruneau y Ana María Tenneguin. La santa les abrió su corazón y les explicó que el Señor le había revelado que iba a fundar una congregación religiosa consagrada al cuidado de los pobres y de los enfermos. Según el testimonio del P. Cever, Juana poseía una elocuencia sencilla, más eficaz que los sonoros párrafos de los predicadores. El hecho es que las tres jóvenes se mostraron prontas a seguirla.
El 26 de julio de 1704, con la aprobación del P. Geneteau, las nuevas religiosas vistieron el hábito por primera vez. Como era el día de la fiesta de Santa Ana, tomaron el nombre de Hermanas de Santa Ana. Por falta de sitio, la santa tenía que rechazar constantemente a huérfanos y ancianos que necesitaban de sus cuidados. Juana había soñado durante años en ver su pequeña Casa de la Providencia transformada en una gran mansión. Como decía Mons. Trochu, era la manera de demostrar a los detractores de la obra que aquella «burra de Balaam» sabía más que los sabios del mundo. En 1706, reuniendo todo su valor, la santa pidió a los padres del oratorio que le alquilaran la gran «Casa de la Fuente». Los padres aceptaron el trato, no sin elevar el precio de la renta 150%, ya que los nuevos inquilinos eran más sucios y revoltosos que sus predecesores. En ese mismo año, pasó por Saumur san Luis Grignion de Montfort (quien sería canonizado el año de la beatificación de Juana, 1947), y la santa decidió consultar con él su vocación y su obra. San Luis la reprendió al principio, diciéndole que el orgullo la había llevado a la exageración en la mortificación. Sin embargo, acabó por decirle, en presencia de las otras religiosas: «Proseguid por el mismo camino. El Espíritu del Señor os guía por el camino de la penitencia. Escuchad su voz y no temáis».
Los siguientes diez años fueron un período de altibajos, de consuelos y pruebas. El obispo de Angers, Mons. Poncet de la Riviére, aprobó las reglas de la nueva congregación. La santa, al hacer los primeros votos, tomó el nombre de Juana de la Cruz. Pero los padres del oratorio, que procedían como señores feudales, dieron a la santa no pocos dolores de cabeza, ya que pretendían apoderarse de la dirección de las religiosas y de la obra. Embebidos en el espíritu jansenista, los oratorianos veían con malos ojos que el P. Geneteau hubiese autorizado a Juana y a su comunidad a comulgar diariamente. No sabemos de dónde sacaba la santa el dinero necesario para sostener su obra. En el año de carestía de 1709, había más de cien personas en la Casa de la Providencia. Dos años después, el escorbuto puso en peligro la vida de las religiosas y de sus pupilos. En uno de los peores momentos, se presentó inesperadamente un nuevo bienhechor, Enrique de Valliére, gobernador de Annecy, quien estableció la obra sobre bases más firmes, regalando a la comunidad «La Casa de los Tres Angeles». Otros tres bienhechores se encargaron de la construcción de las dependencias y del pago de las reparaciones que fue necesario hacer. Cuando los edificios quedaron terminados, casi hacía falta un guía para encontrar el camino, pues había sitio para los huérfanos, los enfermos y los ancianos. En esa forma, en 1717, la Casa de la Providencia se convirtió en la Gran Casa de la Providencia. Antes de tomar posesión de la «Casa de los Tres Angeles», la madre Juana hizo un retiro espiritual de diez días, en el que tuvo las experiencias místicas más extraordinarias.
Por entonces se retiró el P. Geneteau y le sustituyó el P. de Tigné, quien dirigió a las religiosas con no menor prudencia, bondad y generosidad. También él se vio obligado a moderar a la santa en sus penitencias, que dos siglos más tarde Pío XI calificó de «increíbles». Desde la época de su conversión, dormía sentada en una silla o recostada en un cofre, con una piedra por almohada. Ya en vida, se atribuyeron a la madre Juana varias curaciones milagrosas. Sin embargo, Dios permitió que ella sufriese de atroces dolores de muelas y de oídos y de un extraño mal de las manos y los pies, cuyo origen, sin duda, no era puramente físico. En 1721, la congregación empezó a extenderse en Francia, donde pronto tuvo una docena de casas. Pero la santa nunca creía haber hecho bastante. Finalmente, en septiembre de 1735, fue presa de una violenta fiebre, a la que siguieron cuatro meses de grandes sufrimientos espirituales. Dios quiso que recobrase la paz del alma, pero no la salud del cuerpo. La madre Juana murió apaciblemente el 17 de agosto de 1736, a los setenta años de edad. «Aquella modesta tendera hizo más por los pobres de Saumur que todos los miembros del Consejo juntos. El rey les mandó que construyesen un hospicio gratuito para cien ancianos y no lo hicieron. Juana Delanoue, sólo con limosnas, consiguió construir un asilo para trescientas personas.» «¡Fue una gran mujer y una gran santa!» Tal era la opinión de los habitantes de Saumur. Y la Iglesia proclamó ante el mundo entero la santidad de Juana Delanouecon su beatificación en 1947, y su canonización por SS Juan Pablo II en 1982.
La fuente biográfica principal son las memorias de la hermana María Laigle, quien vivió en la comunidad de Saumur a principios del siglo XVIII. El primer biógrafo de la beata fue el P. Cever (Discours). La biografía oficial es la de Mons. Trochu (1938).