Dietrich de Apolda refiere en la biografía de esta santa que, una noche del verano de 1207, Klingsohr de Transilvania anunció al landgrave Herman de Turingia, que el rey de Hungría acababa de tener una hija que había de distinguirse por su santidad y contraería matrimonio con el hijo de Herman. En efecto, esa misma noche, Andrés II de Hungría y su esposa, Gertrudis de Andech-Meran, tuvieron una hijita que nació en Presburgo (Bratislava) o en Saros-Patak. El matrimonio profetizado por Klingsohr ofrecía grandes ventajas políticas, por lo cual, la recién nacida Isabel fue prometida en matrimonio al hijo mayor de Herman. Cuando la niña tenía unos cuatro años, sus padres la enviaron al castillo de Wartburg, cerca de Eisenach, para que se educase en la corte de Turingia con su futuro esposo. Durante su juventud, Isabel hubo de soportar la hostilidad de algunos miembros de la corte que no apreciaban su bondad; pero en cambio, el joven Luis se enamoró cada vez más de ella. Se cuenta que siempre que Luis pasaba por una ciudad compraba un regalo para su prometida, ya fuese una navaja, o una bolsa, o unos guantes, o un rosario de coral. «Cuando se acercaba el momento de la llegada de Luis, Isabel salía a su encuentro; el joven le daba el brazo amorosamente y le entregaba el regalo que le había traído». En 1221, cuando Luis tenía veintiún años y había heredado ya de su padre la dignidad de landgrave e Isabel tenía catorce, se celebró el matrimonio, a pesar de que algunos habían aconsejado a Luis que hiciese volver a Isabel a Hungría, pues la unión no le convenía. El joven declaró que estaba dispuesto a perder una montaña de oro antes que la mano de Isabel. Según los cronistas, Isabel era «muy hermosa, elegante, morena, seria, modesta, bondadosa en sus palabras, fervorosa en la oración, muy generosa con los pobres y llena siempre de bondad y de amor divino». Se dice también que era bella y «modesta como una doncella», prudente, paciente y leal; los hombres tenían confianza en ella y su pueblo la amaba. Pero la vida de matrimonio de la santa sólo duró seis años.
Un escritor inglés califica ese lapso de «idilio de arrebatado amor, de ardor místico, de felicidad casi infantil, como rara vez se encuentra en las novelas que se leen, ni en la experiencia humana». Dios concedió tres hijos a la pareja: Herman, que nació en 1222 y murió a los diecinueve años, Sofía, que fue más tarde duquesa de Brabante, y la beata Gertrudis de Aldenhurg. A diferencia de otros esposos de santas, Luis no opuso obstáculo alguno a las obras de caridad de Isabel, a su vida sencilla y mortificada, ni a sus largas oraciones. Una de las damas de compañía de Isabel escribió: «Mi señora se levanta a orar por la noche y mi señor la tiene por la mano, como si temiera que eso le haga daño y le suplica que no abuse de sus fuerzas y que vuelva a descansar. Ella solía decir a sus doncellas que fuesen a despertarla sin ruido cuando él estuviese durmiendo y las doncellas tenían algunas veces la impresión de que él fingía estar dormido». La liberalidad de Isabel era tan grande, que en algunas ocasiones provocó graves críticas. En 1225, el hambre se dejó sentir en aquella región de Alemania, y la santa acabó con todo su dinero y con el grano que había almacenado en su casa para socorrer a los más necesitados. El landgrave estaba entonces ausente. Cuando volvió, algunos de sus empleados se quejaron de la liberalidad de santa Isabel. Luis preguntó si su esposa había vendido alguno de sus dominios y ellos le respondieron que no. Entonces el landgrave declaró: «Sus liberalidades atraerán sobre nosotros la misericordia divina. Nada nos faltará mientras le permitamos socorrer así a los pobres». El castillo de Wartburg se levantaba sobre una colina muy empinada, a la que no podían subir los inválidos. (La colina se llamaba «Rompe-rodillas»). Así pues, Santa Isabel construyó un hospital al pie del monte, y solía ir allí a dar de comer a los inválidos con sus propias manos, a hacerles la cama y a asistirlos en medio de los calores más abrumadores del verano. Además, acostumbraba pagar la educación de los niños pobres, especialmente de los huérfanos. Fundó también otro hospital en el que se atendía a veintiocho personas y, diariamente alimentaba a novecientos pobres en su castillo, sin contar a los que ayudaba en otras partes de sus dominios. Por lo tanto, puede decirse con verdad que sus bienes eran el patrimonio de los pobres. Sin embargo, la caridad de la santa no era indiscreta. Por ejemplo, en vez de favorecer la ociosidad entre los que podían trabajar, les procuraba tareas adaptadas a sus fuerzas y habilidades. Existe un incidente tan conocido que apenas habría por qué repetirlo aquí; sin embargo, vamos a citarlo, porque el P. Delehaye lo trae como un ejemplo de la forma en que los hagiógrafos suelen embellecer la verdad histórica para impresionar a sus lectores:
«Todo el mundo conoce la leyenda donde se relata que santa Isabel de Hungría acostó a un leproso en el lecho que compartía con su marido ... El landgrave, furioso, penetró en la habitación y arrancó las sábanas de la cama. 'Pero -para decirlo con las nobles palabras del historiador-, en ese instante Dios le abrió los ojos del alma y, en vez del leproso vio a Jesucristo crucificado sobre su lecho.' Los biógrafos posteriores encontraron demasiado sencillo este admirable relato de Dietrich de Apolda y transformaron esta sublime visión de fe en una aparición material. 'Tunc aperuit Deus interiores principis oculos', había escrito el historiador (cuando abrió Dios los ojos interiores del príncipe). En cambio los hagiógrafos posteriores afirman que en el sitio en que había descansado el leproso sangraba un crucifijo con los brazos abiertos.» (Delehaye, Leyenda de los Santos, p. 90).
Por entonces se predicó en Europa una nueva Cruzada, y Luis de Turingia tomó el manto marcado con la cruz. El día de san Juan Bautista, se separó de santa Isabel y fue a reunirse con el emperador Federico II en Apulia. El 11 de septiembre de ese mismo año murió en Otranto, víctima de la peste. La noticia no llegó a Alemania sino hasta el mes de octubre, cuando acababa de nacer su segunda hija. La suegra de santa Isabel, para darle la funesta nueva en forma menos violenta, le habló vagamente de «lo que había acontecido» a su esposo y de «la voluntad de Dios». La santa entendió mal y dijo: «Si está preso, con la ayuda de Dios y de nuestros amigos conseguiremos ponerlo en libertad». Cuando le explicaron que no estaba preso sino que había muerto, la santa exclamó: «El mundo y cuanto había de alegre en el mundo está muerto para mí». En seguida echó a correr por todo el castillo, gritando como una loca. Lo que sucedió después es bastante oscuro. Según el testimonio de Isentrudis, una de sus damas de compañía, Enrique, el cuñado de santa Isabel, que era el tutor de su único hijo, echó fuera del castillo a la santa, a sus hijos y a dos criados, para apoderarse del gobierno. Se cuentan muchos detalles de la forma degradante en que la santa fue tratada, hasta que su tía Matilde, abadesa de Kitzingen, la sacó de Eisenach. Unos afirman que fue despojada de su casa de Marburgo de Hesse, y otros que abandonó voluntariamente el castillo de Wartburg. Desde Kitzingen fue a visitar a su tío Eckemberto, obispo de Bamberga, quien puso a su disposición su castillo de Pottenstein. La santa se trasladó allí con su hijo Herman y su hijita de brazos, dejando a Sofía al cuidado de las religiosas de Kitzingen. Eckemberto, movido por la ambición, proyectaba un nuevo matrimonio, pero santa Isabel se negó absolutamente, pues antes de la partida de su esposo a la Cruzada se habían prometido mutuamente no volver a casarse.
A principios de 1228, se trasladó el cadáver de Luis a Alemania para sepultarlo en la iglesia abacial de Reinhardsbrunn (en Alemania recibe culto local, como santo, el 11 de septiembre). Los parientes de santa Isabel le proporcionaron lo necesario para vivir. El Viernes Santo de ese año, la viuda renunció formalmente al mundo en la iglesia de los franciscanos de Eisenach. Más tarde, tomó la túnica parda y la cuerda que constituían el hábito de la tercera orden de San Francisco. En todo ello desempeñó un papel muy importante Maese Conrado de Marburgo, quien ocupó un puesto de primera importancia en lo que quedaba de vida a santa Isabel. Dicho sacerdote había sustituido, desde 1225, al franciscano Rodinger en el cargo de confesor de la santa. Tanto el esposo de ésta, como el papa Gregorio IX y otros personajes, tenían una opinión muy alta de Maese Conrado, y el landgrave había permitido a su esposa hacer un voto de obediencia al sacerdote en todo aquello que no se opusiese a su propia autoridad marital. Sin embargo, hay que reconocer que la experiencia de Conrado como inquisidor contra los herejes, así como su carácter dominador y severo, por no decir brutal, hacían de él una persona muy poco apta para dirigir a la santa. Algunos críticos de Maese Conrado le han acusado más por instinto que por motivos sólidos y sus defensores y apologistas han hecho lo propio. Subjetivamente, se puede decir que Conrado ayudó realmente a Isabel a santificarse, oponiéndole obstáculos que la santa consiguió superar (aunque tal vez un director más humano la hubiese conducido a mayores alturas), pero, objetivamente, sus métodos eran injuriosos. Los frailes menores habían inculcado a santa Isabel un espíritu de pobreza que en sus años de landgravina no podía practicar plenamente. Ahora, sus hijos tenían todo lo necesario y la santa se vio obligada a abandonar Marburgo y a vivir en Wehrda, en una cabaña, a orillas del río Lahn. Más tarde, construyó una casita en las afueras de Marburgo y allí fundó una especie de hospital para los enfermos, los ancianos y los pobres y se consagró enteramente a su servicio.
En cierto sentido, Conrado refrenó razonablemente el entusiasmo de la santa en aquella época, ya que no le permitió pedir de puerta en puerta, desposeerse definitivamente de todos sus bienes, dar más que determinadas limosnas, ni exponerse al contagio de la lepra y otras enfermedades. En eso, Maese Conrado procedió con prudencia y discernimiento. Pero, por otra parte, «probó su constancia de mil maneras, al obligarla a proceder en todo contra su voluntad», escribió más tarde Isentrudis; «para humillarla más, la privó de aquellos de sus criados a los que mayor cariño tenía. Una de ellas fui yo, Isentrudis, a quien ella amaba; me despidió con gran pena y con muchas lágrimas. Por último, despidió también a mi compañera, Jutta, que la había servido desde la niñez y a quien ella amaba particularmente. La bendita Isabel la despidió con lágrimas y suspiros. Maese Conrado, de piadosa memoria, hizo todo esto con buena intención, para que no le hablásemos de su antigua grandeza ni la hiciésemos echar de menos el pasado. Además, la privó del consuelo que nosotros podíamos darle para que sólo Dios pudiese consolarla». En vez de sus queridas damas de compañía, Conrado le dio dos «mujeres muy rudas», encargadas de informarle de las menores desobediencias de la santa a sus mandatos. Conrado castigaba esas desobediencias con bofetadas y golpes «con una vara larga y gruesa», cuyas marcas duraban tres semanas en el cuerpo de Isabel. La santa comentó amargamente con Isentrudis: «Si yo puedo temer tanto a un hombre mortal, ¡cuánto más temible será el Señor y Juez de este mundo!» El método de Conrado de quebrantar más bien que dirigir la voluntad, no tuvo un éxito completo. Refiriéndose a sus métodos, santa Isabel se comparaba a una planta arrastrada por las olas durante una inundación: las aguas la derribaban; pero, una vez pasado el período de lluvias, la planta vuelve a echar raíces y se yergue tan sana y fuerte como antes. En cierta ocasión en que Isabel hizo una visita contra la voluntad de Conrado, éste la mandó llamar. La santa comentó: «Soy como el caracol que se mete en su concha cuando va a llover. Por eso obedezco y no hago lo que iba a hacer». Como se ve, poseía la confianza en sí misma que se observa con frecuencia en aquéllos que unen a la entrega a Dios el sentido del humor.
Cierto día, un noble húngaro fue a Marburgo y pidió que le dijesen dónde vivía la hija de su soberano, de cuyas penas había oído hablar. Al llegar al hospital, encontró a Isabel sentada, hilando, vestida con su túnica burda. El pobre hombre casi se fue de espaldas y se santiguó asombrado: «¿Quién había visto hilar a la hija de un rey?» El noble intentó llevar a Isabel a Hungría, pero la santa se negó: sus hijos, sus pobres y la tumba de su esposo estaban en Turingia y ahí quería pasar el resto de su vida. Por lo demás, le quedaban ya pocos años en la tierra. Vivía muy austeramente y trabajaba sin descanso, ya fuese en el hospital, ya en las casas de los pobres o pescando en el río a fin de ganar un poco de dinero para sus protegidos. Cuando la enfermedad le impedía hacer otra cosa, hilaba o cardaba la lana. En cierta ocasión en que estaba en la cama, la persona que la atendía la oyó cantar dulcemente. «Cantáis muy bien, señora», le dijo. La santa replicó: «Os voy a explicar por qué. Entre el muro y yo había un pajarillo que cantaba tan alegremente que me dieron ganas de imitarlo». La víspera del día de su muerte, a media noche, entre dormida y despierta murmuró: «Es ya casi la hora en que el Señor nació en el pesebre y creó con su omnipotencia una nueva estrella. Vino a redimir el mundo, y me va a redimir a mí». Y cuando el gallo comenzó a cantar, dijo: «Es la hora en que resucitó del sepulcro y rompió las puertas del infierno, y me va a librar a mí». Santa Isabel murió al anochecer del 17 de noviembre de 1231, antes de cumplir veinticuatro años.
Su cuerpo estuvo expuesto tres días en la capilla del hospicio. Allí mismo fue sepultada y Dios obró muchos milagros por su intercesión. Maese Conrado empezó a reunir testimonios acerca de su santidad, pero murió antes de que Isabel fuese canonizada, en 1235. Al año siguiente, las reliquias de la santa fueron trasladadas a la iglesia de Santa Isabel de Marburgo, que había sido construida por Conrado, su cuñado. A la ceremonia asistieron el emperador Federico II y «una multitud tan grande, formada por gentes de diversas naciones, pueblos y lenguas, que probablemente no se había visto ni se volverá a ver en estas tierras alemanas algo semejante». La iglesia en que reposaban las reliquias de la santa fue un sitio de peregrinación hasta 1539, año en que el landgrave protestante, Felipe de Hesse, las trasladó a un sitio desconocido.
Basta consultar someramente la bibliografía de Biblioteca Hagiográfica Latina, nn. 2488-2514, para darse cuenta de lo mucho que se escribió sobre santa Isabel poco después de su muerte. Los materiales más importantes se encuentran en el Libellus de dictis IV ancillarum (que es un resumen de las deposiciones de las cuatro doncellas de Isabel); en las cartas de Conrado al Papa; en los relatos de milagros y otros documentos que se enviaron a Roma con miras a la canonización; en la biografía escrita por Cesáreo de Heisterbach, en la que hay también un sermón sobre la traslación (ambos documentos datan de antes de 1240); y en la biografía escrita por Dietrich de Apolda que data de 1297, pero es muy importante por la amplia difusión que alcanzó. Con motivo del séptimo centenario del nacimiento de Santa Isabel, Karl Wrenck y Huyskens publicaron varios de estos textos. Se encontrará una crítica muy detallada en Analecta Bollandiana, vols. XXVIII, pp. 493.497, y vol. XXVIII, pp. 333-335. Puede leerse más textos sobre la santa en el santoral franciscano.