San Vicente descendía de un inglés o escocés radicado en España. Nació en Valencia, probablemente en 1350. Inspirados por las profecías que se les habían hecho sobre la futura grandeza de Vicente, sus padres le inculcaron un gran amor por Cristo y la Virgen María y una gran caridad por los pobres. Para ello le constituyeron en administrador de las generosas limosnas que hacían. De sus padres aprendió también Vicente la práctica del ayuno riguroso de los miércoles y sábados, que conservó toda su vida. El santo era de inteligencia muy precoz. En 1367, tomó el hábito de Santo Domingo en el convento de Valencia y, antes de cumplir los veintiún años, fue nombrado profesor de filosofía en Lérida, que era entonces la más famosa de las universidades de Cataluña. Durante su profesorado, publicó dos tratados de gran mérito. Más tarde, sus superiores le destinaron a predicar en Barcelona, aunque no era más que diácono. La ciudad atravesaba entonces por un período de hambre; los navíos que traían el grano no habían llegado aún y el pueblo estaba desesperado. San Vicente predicó un sermón al aire libre, en el que predijo que los navíos llegarían antes de la caída de la noche. Su superior le reprendió severamente por hacer profecías, pero los navíos llegaron, como él lo había predicho y el pueblo se precipitó jubilosamente al convento para aclamar al profeta. Al ver esto, sus superiores juzgaron prudente trasladar a Vicente a Toulouse, donde permaneció un año. Después volvió a Valencia, donde sus clases y sermones tuvieron un éxito extraordinario. Sin embargo, su estancia en Valencia fue también un período de prueba: por una parte, el demonio le asaltó con violentas tentaciones; por otra, como era extraordinariamente bien parecido, varias mujeres se enamoraron de él y acabaron por calumniarle, ya que no habían conseguido hacerle caer. Todo ello curtió al santo para la dura vida que le esperaba y le preparó para la ordenación sacerdotal. Pronto se convirtió en un predicador de gran fama; su elocuencia impulsó a la penitencia y al fervor a numerosos católicos negligentes y atrajo a la fe a muchos judíos; entre éstos se contaba el rabino Pablo de Burgos, quien murió en 1435 siendo obispo de Cartagena.
Era la época del gran cisma de Occidente. Un papa reinaba en Roma y otro en Aviñón, y aun los hombres más santos de la época se hallaban divididos. El terrible escándalo había comenzado en 1378. A la muerte de Gregorio XI, dieciséis de los veintitrés cardenales habían elegido a toda prisa a un papa italiano para complacer al pueblo; pero después, declararon que habían procedido movidos por el temor y eligieron, junto con los otros siete cardenales, al cardenal Roberto de Ginebra, que era francés. Roberto tomó el nombre de Clemente VII y se estableció en Aviñón, en tanto que Urbano reinaba en Roma. San Vicente fue uno de los que reconocieron al papa Clemente y a su sucesor, Pedro de Luna o Benedicto XIII, quien convocó a los dominicos a Aviñón (en razón de las circunstancias tan especiales de su reinado, Clemente VII y Benedicto XIII no figuran en la lista de los antipapas propiamente dichos). Vicente fue acogido por Pedro de Luna con grandes muestras de honor y aun se le ofreció el gobierno de una diócesis, que él rehusó. Pero su posición era muy difícil, pues pronto cayó en la cuenta de que la obstinación de Pedro de Luna obstaculizaba todos los intentos de unificación. En vano le exhortó Vicente a tratar de llegar a un acuerdo con el papa de Roma. Aun cuando el sínodo de teólogos de París resolvió en contra de Pedro de Luna, éste permaneció inconmovible. San Vicente, que era consejero y confesor de Pedro de Luna, sufrió tanto por ello, que cayó enfermo; en cuanto se repuso, logró obtener el permiso de abandonar la corte pontificia para volver a su trabajo misional.
Su primer objetivo no era, sin embargo, huir de la corte pontificia, sino obedecer a un llamamiento de Dios, ya que, según se cuenta, Jesucristo se le había aparecido durante su enfermedad, con santo Domingo y san Francisco, le había ordenado que fuese a predicar la penitencia, como lo habían hecho los dos santos y le había devuelto instantáneamente la salud. San Vicente partió de Aviñón en 1399 y predicó a enormes multitudes en Carpentras, Arles, Aix y Marsella. Además de los habitantes de cada lugar, se contaban entre sus oyentes los hombres, mujeres y niños que le seguían de un sitio a otro. Al principio se trataba de una turba heterogénea, pero poco a poco, el santo los fue organizando: les dio una regla y los convirtió en valiosos colaboradores; los «Penitentes de Maese Vicente», como se los llamaba, se quedaban, por ejemplo, en la ciudad en que había tenido lugar la misión para consolidar el trabajo del santo. Es cosa digna de notarse que, en una época de costumbres tan relajadas, no parece que se hayan levantado sospechas contra ninguno de los miembros de aquella heterogénea compañía. Algunos sacerdotes formaban parte de ella y se encargaban de organizar los coros y de confesar a los peregrinos.
Entre 1401 y 1403, San Vicente predicó en el Delfinado, en Saboya y en los valles de los Alpes; después fue a Lucerna, Lausana, Tarentaise, Grénoble y Turín. Las multitudes se apiñaban para oírle, y en todas partes el santo obró extraordinarias conversiones y milagros. Los principales temas de su predicación eran el pecado, la muerte, el infierno, la eternidad y sobre todo, la proximidad del día del juicio. Hablaba con tal energía, que algunos de sus oyentes caían desmayados y los gemidos de la multitud le obligaban con frecuencia a hacer largas pausas. Sus enseñanzas penetraban a fondo y producían verdaderos frutos de conversión y enmienda de vida. Bonifacio, uno de los hermanos de san Vicente, era prior de la Gran Cartuja; el santo estuvo allí varias veces. Los anales de la Cartuja dicen: «Dios obró maravillas por medio de estos dos hermanos. Quienes se convertían por la predicación del uno, tomaban el hábito de manos del otro». En 1405, San Vicente estuvo en Génova; de allí se dirigió a otro puerto para embarcarse con rumbo a Flandes. Entre otras reformas, consiguió que las damas de Liguria simplificasen sus fantásticos tocados; según uno de los biógrafos de san Vicente, «este fue el mayor de sus milagros». En los Países Bajos obró tantas maravillas, que hubo de reservar una hora diaria para la curación de los enfermos. Algunos autores suponen que visitó también Inglaterra, Escocia e Irlanda, pero no existe el menor indicio de ello. Aunque el mismo san Vicente afirma que, fuera de su lengua, no había aprendido más que el latín y un poco de hebreo, debía poseer un don de lenguas absolutamente extraordinario ya que, según autores dignos de fe, sus oyentes ya fueran franceses, alemanes, italianos, etc, entendían todo lo que decía, y su voz se oía claramente a distancias enormes. No podemos seguir a san Vicente en todo su itinerario. En realidad no se trataba de un itinerario ordenado, sino que iba de un sitio a otro según las inspiraciones divinas y las peticiones que recibía. Volvió a España en 1407.
Granada estaba entonces ocupada por los moros; san Vicente predicó en dicha ciudad, y se cuenta que 8000 moros pidieron el bautismo. En Sevilla y Córdoba tuvo que predicar al aire libre, porque no había ninguna iglesia suficientemente grande para tan enorme auditorio. El santo volvió a Valencia después de quince años de ausencia; predicó, obró muchos milagros y acabó con las discordias que dividían la ciudad. Según una carta de los magistrados de Orihuela, los efectos de sus sermones fueron maravillosos: desaparecieron de la ciudad el juego, la blasfemia y el vicio; los enemigos se reconciliaron. En Salamanca convirtió san Vicente a muchos judíos; allí fue donde, en un ardiente sermón al aire libre sobre su tema favorito, san Vicente declaró que él era el ángel del juicio predicho por San Juan (Apoc 14,6). Como algunos de sus oyentes se mostrasen incrédulos, el santo hizo que le llevasen el cadáver de una mujer y le ordenó que diese testimonio de la veracidad de sus palabras; la mujer resucitó un momento, dio testimonio y volvió a cerrar los ojos definitivamente. Casi resulta superfluo advertir que san Vicente no pretendía ser de naturaleza angélica; sus palabras significaban que se consideraba como heraldo de Dios para anunciar la proximidad del fin del mundo.
San Vicente había sufrido siempre ante la falta de unidad que reinaba en la Iglesia, ya que, a partir de 1409, había nada menos que tres papas, con gran escándalo de la cristiandad. Finalmente, en 1414 se reunió el Concilio de Constanza para resolver la cuestión; el Concilio depuso a Juan XXIII y pidió a los otros dos que renunciasen para poder proceder a una nueva elección. Gregorio XII se manifestó dispuesto a ello, pero Benedicto XIII se negó rotundamente. San Vicente fue a verle a Perpignan para convencerle de que abdicase, pero todos sus esfuerzos fueron vanos. El rey Fernando de Castilla y Aragón le consultó sobre el asunto, y el santo declaró que, si Benedicto XIII impedía con su conducta la unidad vital de la Iglesia, los fieles podían legítimamente negarle la obediencia. El rey aceptó el consejo de san Vicente y por fin, Pedro de Luna fue depuesto. Gersón escribió a san Vicente: «Sólo gracias a vos se ha realizado la unión».
El santo pasó los últimos tres años de su vida en Francia. Bretaña y Normandía fueron el escenario de Ios últimos trabajos de ese «legado a latere Christi». San Vicente estaba ya tan agotado, que apenas podía moverse sin ayuda; pero su vigor y elocuencia en el púlpito eran los mismos de sus primeros años. A principios de 1419 volvió a Vannes ya moribundo, después de pronunciar una serie de sermones. Murió el Jueves de Pasión de 1419, que ese año fue 5 de abril, a los setenta años de edad. La veneración del pueblo fue inmensa desde el primer momento, y san Vicente Ferrer fue canonizado en 1455 y su cuerpo se conserva en Vannes. La humildad de san Vicente fue extraordinaria, teniendo en cuenta los honores y alabanzas que se le prodigaron en todas partes. Para él, su vida no había sido más que una cadena ininterrumpida de pecados. «Mi cuerpo y mi alma son una pura llaga; todo en mí huele a corrupción por mis pecados e injusticias». Lo mismo sucede con todos los grandes santos: cuanto más cerca están de Dios, más viles se sienten.
Según H. Finke, uno de los historiadores más competentes de la época de Vicente Ferrer, no se ha escrito, hasta ahora, ninguna biografía satisfactoria del santo, que distinga lo legendario de lo histórico. Pedro Razzano, que escribió la primera biografía treinta y seis años después de la muerte de san Vicente, dio muy mal ejemplo de credulidad, que han seguido la mayoría de los biógrafos posteriores. H. Fages publicó en 1904 las deposiciones de 1453 y 1454 para el proceso de canonización; en 1905 publicó otros documentos y en 1909 las obras de san Vicente; pero la biografía del mismo autor (1901) no está, ni con mucho, a la altura de las exigencias críticas de la actualidad. En el Campus Dominicano virtual pueden encontrarse un tratado y un sermón del santo, en castellano, con introducción y notas que refieren a ediciones actualizadas de sus obras y de estudios sobre ellas. Cuadro: Francesco del Cossa, panel dedicado al santo en el «Políptico Griffoni», 1473, National Gallery, Londres.
En la imagen devocional puede verse al santo en postura de oración, imagen propia del pueblo de Paterna, como se describe en el apartado de tradiciones populares.