San Tarasio ejercía el cargo de secretario del joven emperador Constantino IV y de su madre Irene. A pesar de ser laico, Paulo IV, patriarca de Constantinopla, le propuso por sucesor suyo, en el momento de retirarse a un monasterio. La corte, el clero y el pueblo confirmaron la elección de Tarasio. El santo era de familia patricia y había recibido una educación esmerada. En la corte, en un ambiente de sensualidad y halagos, había sabido llevar una vida casi monacal. Se resistió mucho a aceptar el nombramiento de patriarca, en parte porque no era sacerdote y en parte también, por la difícil situación que había creado la política de los emperadores contra la veneración de las imágenes sagradas, a partir de León III, en el 726. Cuando Tarasio fue elegido patriarca, la emperatriz Irene ejercía la regencia, pues su hijo, Constantino IV, sólo tenía diez años. Irene era una mujer ambiciosa y muy cruel, pero no era iconoclasta, es decir, no se oponía a la veneración de las imágenes. Esto facilitó la reunión de un Concilio, puesto que Tarasio, consagrado en la Navidad del año 784, había aceptado la dignidad patriarcal, bajo la condición de que se celebrara un sínodo para restablecer la unión deshecha por la campaña inococlasta. El séptimo Concilio Ecuménico se reunió en Nicea el año 787, presidido por los legados del papa Adriano I. Las discusiones llevaron a la conclusión de que la Iglesia podía permitir que se tributara a las imágenes un culto relativo, no el culto de adoración que sólo se debe a Dios. Como lo hizo notar el Concilio, quien reverencia a una imagen, reverencia a la persona que ésta representa.
Obedeciendo a las decisiones conciliares, Tarasio restituyó en su patriarcado el culto de las imágenes. Igualmente trabajó por desarraigar la simonía. Su vida fue un modelo de perfecto desinterés material, volcada hacia el clero y el pueblo. En su casa y en su mesa no había nada de la magnificencia que ostentaban sus predecesores. Consagrado al servicio del prójimo, Tarasio apenas permitía que sus criados le sirviesen. Dormía muy poco y en sus ratos de ocio se consagraba a la oración y la lectura espiritual. Prohibió al clero el uso de vestidos preciosos y se mostró particularmente severo por lo que se refiere al teatro. Con frecuencia repartía personalmente alimentos a los pobres; para que nadie se sintiese abandonado, visitaba todos los hospitales y obras de beneficencia en Constantinopla.
Algunos años más tarde, el emperador se enamoró de Teódota, una dama de honor de su esposa, la emperatriz María. La emperatriz madre, Irene, le había obligado a casarse con María, de la que el emperador decidió divorciarse. Para ello, intentó ganarse la voluntad del patriarca y le envió a un mensajero para anunciarle que la emperatriz quería envenenarlo. Tarasio respondió al mensajero: «Di al emperador que estoy dispuesto a morir antes que ayudarle a realizar su propósito». Entonces el emperador trató de ganarle por medio de halagos. Llamó, pues, al patriarca y le dijo: «A ti no puedo ocultarte nada, pues te considero como a mi padre. Es indudable que la Iglesia permitirá que me divorcie de una mujer que ha intentado envenenarme. La emperatriz María merece la muerte o la prisión perpetua». El emperador mostró a Tarasio un vaso con veneno que, según él, la emperatriz había tratado de hacerle beber. Pero el patriarca no se dejó engañar, y replicó que estaba cierto de que Constantino quería divorciarse de la emperatriz porque estaba enamorado de Teódota; además le manifestó que, aun en el caso de que la emperatriz María fuese realmente culpable, el nuevo matrimonio constituiría un adulterio. El monje Juan, que se hallaba también presente, habló con gran valentía en el mismo sentido que el patriarca; el emperador, furioso, les mandó retirarse de su presencia. Después echó a la emperatriz María fuera del palacio y la obligó a tomar el velo. Como Tarasio se negase a casarle con Teódota, el matrimonio se llevó a cabo ante el abad José, un personaje de la Iglesia de Constantinopla. En adelante Tarasio tuvo que soportar el resentimiento de Constantino, quien le persiguió durante el resto de su reinado. Se cuenta que el emperador hacía seguir al patriarca en todos sus movimientos, que había prohibido a todos que hablasen con él sin su permiso, y que desterró a muchos de los amigos y servidores de Tarasio por dirigirle la palabra. Entre tanto, la emperatriz Irene que quería seguir gobernando, se ganó a los principales personajes de la corte y el ejército, encarceló a su hijo y le mandó sacar los ojos. Irene gobernó durante cinco años, hasta que fue depuesta por Nicéforo, quien usurpó el imperio y la desterró a la isla de Lesbos.
Bajo el reinado de Nicéforo, Tarasio desempeñó sin contratiempos sus deberes pastorales. En su última enfermedad no dejó de celebrar el santo sacrificio, mientras pudo moverse. Poco antes de morir, Tarasio tuvo una visión en la que, según cuenta su biógrafo -que se hallaba con él en ese momento-, el prelado parecía responder a las acusaciones de un grupo de hombres que juzgaban cada una de las acciones de su vida. Tarasio se mostraba sumamente agitado al responder a las acusaciones. Esto atemorizó mucho a todos los presentes, pues la vida del patriarca había sido muy íntegra. Pero a la agitación sucedió una gran serenidad y san Tarasio entregó su alma a Dios en medio de una gran paz, después de haber gobernado al patriarcado durante veintiún años. No faltaron quienes pensaron que san Tarasio se había mostrado demasiado complaciente con el emperador en el asunto del divorcio, ya que otros tuvieron actitudes más extremas, como san Platón y san Teodoro el Estudita, encarcelados por Constantino.
La principal fuente, por lo que toca al aspecto ascético de la vida de san Tarasio, es la biografía del diácono Ignacio. El texto fue publicado por A. Heikel en Proccedings of the Helsingfors Academy. En Acta Sanctorum, febrero, vol. III, se encontrará una traducción latina. Sobre la controversia iconoclasta es excelente la obra de Hefele-Leclercq, Histoire des Conciles, vol. III, pte. 2 (1910), pp. 741 ss. En N. H. Baynes y H. L. B. Moss, Byzantinum (1948), pp. 15-17, 105-108, hay un buen resumen. Ver también Krumbacher, Geschichte der Byzantinischen Literatur, 2a. edic., p. 73, Hergenrother, Photius, vol. I, pp. 264-361; y Byzantinische Zeitschrift, 1909, pp. 57 ss.