Silverio, hijo del papa san Hormisdas (pero que no gobernó inmediatamente después de él), no era más que un subdiácono el 22 de abril del año 536, día de la muerte del pontífice san Agapito I, en Constantinopla; pero en aquella fecha, Teodato, el rey ostrogodo de Italia, que temía la aparición de un candidato bizantino, le obligó a ocupar el cargo de Obispo de Roma. A pesar de semejante imposición, el clero romano aceptó de buen grado a Silverio, después de su consagración. La emperatriz Teodora le escribió inmediatamente para pedirle que reconociese a los monofisitas Antino y Severo como patriarcas de Constantinopla y Antioquía respectivamente; el Papa Silverio repuso con una rotunda negativa, aunque expresada con gentil lenguaje diplomático, y se afirma que, al sellar el sobre con la carta de respuesta, declaró que acababa de firmar su sentencia de muerte. Estaba en lo cierto: Teodora era una mujer implacable que no toleraba la oposición; aunque sí sabía aguardar una oportunidad para castigarla.
El general ostrogodo Vitiges, en su intento por tomar Roma, llegó hasta los suburbios y los arrasó; en la ciudad, el Papa y los miembros del senado, para evitar la catástrofe, abrieron sus puertas a un enemigo de los ostrogodos, el guerrero bizantino Belisario; y entonces se le presentó a Teodora su oportunidad. Primero se valió de la astucia: fraguó una carta en la que el Papa Silverio aparecía como un traidor en tratos con los godos y la hizo circular. Sin embargo, aquella estratagema fracasó y, entonces, la emperatriz recurrió a la violencia: el papa Silverio fue secuestrado y conducido hasta Patara de Licia, en el Asia Menor. Durante el día siguiente al del rapto, el bizantino Belisario, presionado por su esposa Antonina, proclamó Papa al diácono Vigilio, el candidato designado por la emperatriz Teodora. Así dio principio un período funesto para el papado.
En apariencia, se había mantenido en la ignorancia al emperador Justiniano de lo que sucedía en Roma; pero en cuanto el obispo de Patara le entrevistó para informarle con lujo de detalles, no pudo por menos que tomar cartas en el asunto: mandó que se hiciera una investigación y que Silverio partiese inmediatamente a Roma para hacerse cargo de la sede. Tan pronto como el Papa tocó tierras de Italia, los partidarios de Vigilio le cerraron el paso y lo capturaron. Antonina, la esposa de Belisario, ansiosa por halagar a Teodora, convenció a su marido para que ordenase a los captores del Papa que hicieran lo que buenamente les pareciera con el cautivo. En consecuencia, Silverio, vejado y golpeado por la soldadesca, fue escoltado hasta la solitaria isla de Palmarola, en el Mar Tirreno, frente a Nápoles y abandonado allí a su suerte. Pocos días más tarde, en aquella isla, o quizá en la vecina de Ponza, murió el papa a causa de los malos tratos recibidos y la falta de recursos en aquella soledad. De acuerdo con Liberato, quien escribió lo que había oído decir, murió de hambre; pero Procopio, un cronista contemporáneo de Silverio, asegura que el papa fue asesinado al llegar a la isla por uno de los soldados, que llevaba instrucciones de Antonina en este sentido. Como quiera que haya sido, a san Silverio se le conmemora como mártir.
No se ha puesto en claro cómo fue regularizado el nombramiento de Vigilio a la Sede Pontificia; pero sí se sabe que, tan pronto como ocupó el trono de San Pedro, su protectora, la emperatriz, dejó de favorecerlo, en vista de que se mostraba reacio a apoyar sus intrigas en favor de los monofisitas, se proclamó partidario de la ortodoxia e hizo todo lo que podía esperarse de un papa.
Véase el Liber Pontificalis (ed. Duchesne), vol. I, pp. 290-295, donde el editor, en su introducción (pp. 36-38), señala que hay una curiosa diferencia de tono, entre la parte más antigua y la posterior de ese escrito. Duchesne saca la conclusión de que fue recopilado por dos escritores distintos y que el primero era hostil a Silverio y el segundo le tenía simpatía. Las otras fuentes de información tienen una notable escasez de datos, pero a falta de algún material mejor, no son despreciables: el Breviarium, de Liberato; el De Bello Gothico, de Procopio; y los documentos de Vigilio en el libro de Mansi, Concilio, vol. IX. Ver también «Los Papas, de San Pedro a Juan Pablo II», de Jean Mathieu-Rosay, Rialp, Madrid, 1990, pág. 93, reproducida aquí. Otra biografía, con cita de fuentes, puede leerse en el artículo de J.P. Kisrsch en la Catholic Encyclopedia, que puede leerse traducido.