Sabás Reyes nació en Cocula, Jalisco, el 5 de diciembre de 1883. Con sus padres, Norberto Reyes y Francisca Salazar, se trasladó a Guadalajara, en donde tuvo una infancia extremadamente pobre. Para mitigar el hambre y la desnudez fue voceador de periódicos y mal pudo concluir la instrucción primaria. Una salud frágil y una limitada capacidad intelectual fueron las secuelas de tantas carencias. Adolescente, ingresó al Seminario Conciliar de Guadalajara, en donde según los criterios de la época, sus cortas facultades en el campo del saber lo descalificaron para ordenarse clérigo por Guadalajara; sin embargo, teniendo en cuenta su noble índole, los superiores mismos le recomendaron agregarse a una diócesis necesitada; humilde y constante en su vocación, Sabás fue recibido en la Diócesis de Tamaulipas, donde recibió las órdenes sagradas, incluyendo en diciembre de 1911, el presbiterado.
Capturado por las tropas federales en 1927, fue objeto de crueles tormentos que parecían no tener fin. Fue el único párroco que permaneció en Tototlán desatada la persecución religiosa. Luego de que el ejército federal dispuso capturar a los sacerdotes por promover la rebelión, algunos amigos le sugirieron al Padre Sabás que se pusiera a salvo, pero él, con firmeza, declaró: «Mis superiores aquí me dejaron y mi párroco me encomendó la atención de la parroquia, por eso aquí permaneceré; si es la voluntad de Dios, aceptaré de buena gana el martirio».
Días después, avisado de que las tropas federales atacarían Tototlán, se ocultó en el domicilio de la señora María Ontiveros, junto con tres acompañantes: el joven José Beltrán, y los niños Octavio Cardenas y Salvador Botello. Desde ese momento hasta su captura se mantuvo rezando el Rosario, y aunque cuando los soldados llegaron a su escondite la dueña de la casa negó que ahí estuviera, cuando ingresaron al lugar y preguntaron por el fraile, el padre Reyes salió del traspatio y dijo: «Aquí estoy, ¿qué se les ofrece?». Por respuesta le ataron fuertemente los brazos. Fue remitido a la iglesia parroquial, convertida en caballeriza y cuartel general de los soldados federales y amarrado a un pilastrón bajo los inclementes rayos del sol; durante varias horas se le negó agua para beber y finalmente se permitió que una mujer le proporcionara alimento. A ella le pidió que las señoras pidieran a Dios por él.
Por la noche del día 12, atando de las manos y sujeto al cuello por una soga, compareció ante el general Izaguirre, quien tenía la consigna de capturar al párroco don Francisco Vizcarra y al presbítero José Dolores Guzmán. «¿Dónde está el Cura Vizcarra?». El Padre Reyes no despegó los labios. Un fuerte tiró lo derribó al piso. Pregunta y torturas se repitieron con implacable crudeza hasta donde las fuerzas del mártir lo permitieron.
Para seguirlo atormentando, fueron encendidas dos hogueras, una próxima a su rostro y otra junto a los pies del reo. Éste, entre tanto, musitaba una y otra vez: «Señor de la Salud, Madre mía de Guadalupe, dadme algún descanso». El brutal tormento se prolongó hasta las primeras horas del alba. De cuando en cuando, alguno de los soldados le pegaba en la piel un tizón ardiendo y se burlaba: «Tú que dices que baja Dios a tus manos, que baje ahora a liberarte de las mías».
Indecibles fueron las horas transcurridas, hasta el anochecer del Miércoles Santo; casi a rastras lo condujeron al panteón municipal en donde fue acribillado. Uno de sus verdugos comentó luego: «Me pesa mucho haber matado a ese padre; murió injustamente. Le habíamos dado ya tres o cuatro balazos y todavía se levantó y gritó ¡Viva Cristo Rey!».
Todo el pueblo consideró al Padre Sabás Reyes como un mártir y como a tal, venera sus reliquias en un anexo al templo parroquial de Tototlán, Jalisco.