Ricardo de Wyche, o Ricardo de Burford, como se le llama algunas veces, nació hacia 1197, en Wyche (actualmente Droitwich), ciudad famosa entonces por sus fuentes de agua salada. Su padre era un modesto caballero que poseía algunas tierras; pero tanto el padre como la madre de san Ricardo murieron cuando sus hijos eran todavía pequeños, y las posesiones perdieron todo su valor por el descuido del hombre a quien se confiaron. Ricardo era el menor de los hijos. Aunque era muy dado al estudio desde niño, tenía un temperamento más vivo que su hermano; cuando se dio cuenta del estado en que se hallaban sus tierras, tomó el arado y se puso a trabajar como simple campesino hasta que, con su industriosidad y buena administración, logró rehacer la fortuna de la familia. En un arranque de gratitud, Roberto, su hermano, le cedió los títulos de las posesiones; pero cuando Ricardo descubrió que quería casarlo con una rica heredera, le devolvió los títulos, le cedió a la joven y partió, casi sin un centavo, a la Universidad de Oxford. La pobreza no era una vergüenza ni un obstáculo en las universidades medievales; más tarde, Ricardo consideraba sus años de Oxford como los más felices de su vida. Poco le importaba haber pasado hambres y haber sido tan pobre, que no podía permitirse el lujo de comprar leña y tenía que correr, durante el invierno, para calentarse. Y no se avergonzaba del hecho de que él y los compañeros que compartían su habitación no tuviesen más que una túnica, que vestían por turno para asistir a las clases. Lo importante era aprender y en aquella época, la Universidad de Oxford tenía maestros muy famosos; Grossatesta era profesor en la casa de estudios de los franciscanos. Por otra parte, los dominicos llegaron a Oxford en 1221 e inmediatamente atrajeron a los más brillantes talentos. No sabemos cómo se las arregló Ricardo, que era un simple estudiante, para entrar en contacto con el gran canciller de la Universidad, Edmundo Rich; pero no hay razones para dudar de que entonces empezó la amistad que habría de unirles toda la vida.
Ricardo pasó de Oxford a París, pero volvió a su «alma mater» para recibir el título de Maestro. Algunos años más tarde, fue a Bolonia a estudiar derecho canónico en la que pasaba entonces por ser la principal escuela de derecho de Europa. Allí permaneció siete años, obtuvo el grado de doctor y se ganó la estima de todos; pero cuando uno de sus profesores trató de hacerle su heredero, casándole con su hija, Ricardo, que se sentía llamado al celibato, renunció cortésmente y volvió a Oxford. La Universidad había seguido su carrera con interés. Casi inmediatamente fue nombrado canciller de la Universidad, y poco después, san Edmundo Rich, que era ya arzobispo de Canterbury, junto con Grossatesta, que era obispo de Lincoln, le convidaron a trabajar con ellos. Ricardo aceptó la invitación de san Edmundo y se convirtió en confidente y brazo derecho suyo, ayudándole cuanto podía en su difícil cargo. El dominico Ralph Bocking, más tarde confesor y biógrafo de san Ricardo, escribe: «El uno descansaba en el otro: el santo en el santo, el maestro en el discípulo y el discípulo en el maestro, el padre en el hijo y el hijo en el padre».
San Edmundo necesitaba mucho la ayuda y el cariño de su canciller para hacer frente a las dificultades. La principal de ellas era la reprensible e inveterada costumbre de Enrique III de mantener vacantes los beneficios eclesiásticos para gozar de las rentas, o nombrar para ellos a sus favoritos. El arzobispo hizo cuanto pudo para corregir ese estado de cosas, sin lograr nada; al fin se retiró, ya viejo y enfermo, al monasterio cisterciense de Pontigny, a donde le acompañó Ricardo y le asistió hasta su muerte. Después, como no se sintiese llamado a permanecer en el monasterio, pasó a la casa de estudios de los dominicos de Orléans, donde ejerció el cargo de maestro durante dos años y recibió la ordenación sacerdotal, en 1243. Aunque tenía intenciones de entrar en la Orden de Santo Domingo, volvió a Inglaterra, no sabemos por qué, a trabajar en una parroquia de Deal. Muy probablemente, san Edmundo, siendo arzobispo, le había concedido las rentas de ese beneficio. Pero un hombre de los méritos y cualidades de san Ricardo, no podía pasar inadvertido mucho tiempo y el nuevo arzobispo de Canterbury le llamó a seguir ejerciendo su antiguo cargo de canciller de la arquidiócesis.
En 1244, murió el obispo de Chichester, Ralph Neville. Haciendo presión sobre los canónigos, Enrique III consiguió que eligiesen a Roberto Passelewe, hombre sin cualidades, quien, según Mateo Paris, «había obtenido el favor regio mediante una transacción injusta que había añadido algunos miles de marcos al tesoro real». El arzobispo de Canterbury, Bonifacio de Saboya, se negó a confirmar la elección y reunió a sus sufragáneos en capítulo, el cual declaró inválida la elección y escogió a Ricardo, que era el candidato del primado, para ocupar la sede. El rey montó en cólera al oír la noticia; retuvo todos los beneficios de la diócesis y prohibió que se admitiese a san Ricardo en cualquier baronato o posesión secular de su diócesis. En vano intentó el obispo entrevistarse con el monarca en dos ocasiones: no logró obtener ni la confirmación de su elección, ni la devolución de los beneficios a los que tenía derecho. Finalmente, el obispo y el rey presentaron el caso al papa Inocencio IV, que estaba entonces en Lyon, presidiendo el Concilio. El Papa resolvió en favor de san Ricardo y le consagró el 5 de marzo de 1245. Al llegar a Inglaterra, san Ricardo se encontró con la noticia de que el rey, lejos de renunciar a las rentas de los beneficios, había dado la orden de que nadie le prestase dinero ni le ofreciese albergue. El obispo encontró las puertas del palacio de Chichester cerradas. Los que hubiesen podido ayudarle temían la ira del rey. El santo habría tenido que errar por su diócesis como un vagabundo, a no ser por un buen sacerdote, llamado Simón de Tarring, que le ofreció su casa. San Ricardo, según la expresión de Bocking, «se albergó en aquella hospitalaria casa, compartiendo la comida con un extraño y calentando sus pies al calor de un hogar ajeno».
Teniendo esa modesta casa por residencia, san Ricardo trabajó dos años como obispo misionero. Visitaba a los pescadores y campesinos, viajaba casi siempre a pie y aun así logró reunir varios sínodos a pesar de las dificultades, según consta por las «Constituciones de San Ricardo», colección de las leyes eclesiásticas que el santo dictó para acabar con los abusos de la época. Finalmente, amenazado por el papa con la excomunión, Enrique III reconoció al obispo y le devolvió los beneficios, aunque nunca le pagó las rentas atrasadas. Con ello cambió totalmente la posición de san Ricardo, quien, una vez entronizado, pudo ofrecer la generosa hospitalidad y dar las espléndidas limosnas acostumbradas por los prelados medievales. Pero lo que no cambió fue la austeridad personal del santo; en tanto que sus huéspedes comían ricamente, el obispo observaba su modesta dieta, de la que estaban excluidos el pescado y la carne. Cuando veía que sus criados llevaban a la cocina los pollos y los corderos, decía con cierta tristeza no exenta de humor: «¡Pobres criaturas. Si pudiérais razonar y hablar, cómo nos maldeciríais porque os condenamos a muerte, sin que lo hayáis merecido!» Los vestidos del santo obispo eran lo más sencillo posible, en vez de pieles finas usaba lana y en el interior, llevaba una camisa de pelo y una especie de coraza de acero.
Durante los ocho años que duró su gobierno, se ganó el afecto de su pueblo; pero, aunque era muy paternal, se mostraba muy severo con la avaricia, la herejía y la inmoralidad del clero. Ni siquiera la intercesión del arzobispo y del rey lograron que suavizara el castigo que había impuesto a un sacerdote que había cometido un pecado contra la castidad. Tenía tal horror al nepotismo, que jamás dio la preferencia a sus conocidos, alegando el ejemplo del Divino Pastor que no dio las llaves del cielo a su primo san Juan, sino a san Pedro. Cuando el mayordomo de su casa anunció al obispo que sus limosnas eran más grandes que sus rentas, éste le dio la orden de vender las vajillas de oro y de plata. «También puedes vender mi caballo, agregó; como es robusto, te darán un buen precio; tráeme el dinero para darlo a los pobres». San Ricardo tenía la más baja opinión de sí mismo y de sus propias fuerzas; alguien ha hecho notar que casi todos los numerosos milagros que obró, los hizo a petición de otros. A las abrumadoras cargas de su oficio, el papa añadió la de que predicara una Cruzada contra los sarracenos. Precisamente cuando san Ricardo volvió a Dover, después de una intensa campaña de predicación en la costa, le sobrecogió su última enfermedad. Murió en una casa para sacerdotes pobres y peregrinos, llamada la «Maison Dieu», acompañado por Ralph Bocking, Símón de Tarring y otros fieles amigos. Tenía entonces cincuenta y cinco años de edad. Fue canonizado nueve años después. No se conserva en Chichester ningún vestigio de sus reliquias ni de su tumba. Las diócesis de Westminster, Birmingham y Southwark celebran la fiesta de San Ricardo.
En Acta Sanctorum se hallan dos vidas de san Ricardo: la de Ralph Bocking y otra, tomada de la Nova Legenda Angliae de Capgrave. Según parece, esta última es la copia de una biografía escrita antes de la canonización. Hay un excelente artículo sobre san Ricardo en Lives of the English Saints de J. H. Newman; unos atribuyen ese artículo al P. Dalgairns y otros a R. Ornsby.