La familia de Porfirio era originaria de Tesalónica, en Macedonia (actualmente Salónica). Volviendo las espaldas al mundo, abandonó a sus amigos y su país a los veinticinco años. Se dirigió a Egipto, donde se consagró a Dios en un monasterio del desierto de Esquela. Cinco años más tarde, pasó a Palestina y estableció su morada en una cueva cerca del Jordán; pero a los cinco años las enfermedades le obligaron a volver a Jerusalén. Allí visitaba diariamente los Santos Lugares, apoyándose en un bastón, pues estaba sumamente débil. Por aquella época, llegó a Jerusalén un peregrino asiático, llamado Marcos, que un día sería el biógrafo de san Porfirio. Marcos, muy edificado por la devota asiduidad con que Porfirio visitaba el sitio de la Resurrección del Señor y otras estaciones, le ofreció un día ayudarle, al ver que el santo tenía gran dificultad en subir la escalinata de una iglesia. Porfirio se negó a aceptar su ayuda, diciéndole: «No está bien que, habiendo venido a implorar el perdón de mis pecados, permita que me ayudes a subir; déjame sufrir un poco para que Dios se apiade de mí». Por débil que estuviera, Porfirio no omitió jamás su visita de los Santos Lugares, ni la comunión diaria. Su única preocupación era que no había vendido todavía la herencia de su padre para repartir el producto entre los pobres. Confió esta misión a Marcos, quien partió con rumbo a Tesalónica para regresar tres meses después, cargado de dinero y objetos de gran valor.
Marcos pudo apenas reconocer a Porfirio, porque, entretanto, se había mejorado prodigiosamente. Su rostro, antes pálido, estaba ahora fresco y rosado. Al ver el asombro de su amigo, Porfirio le dijo: «No te sorprendas de verme en perfecto estado de salud, pero admira en cambio la inefable bondad de Cristo, quien cura fácilmente las enfermedades que los hombres no pueden aliviar». Marcos le preguntó cómo se había efectuado la curación, a lo que Porfirio replicó: «Hace cuarenta días, en un momento de grandes dolores, me desmayé al subir al Calvario y entré en una especie de trance o éxtasis. Me parecía ver al Señor, crucificado junto al buen ladrón. Entonces dije a Jesucristo: 'Señor, acuérdate de mi cuando estés en tu Reino'. En respuesta, el Señor ordenó el buen ladrón que viniese en mi ayuda. El buen ladrón me ayudó a levantarme y me ordenó ir a Cristo. Yo corrí hacia Él, y el Señor descendió de la cruz y me dijo: 'Encárgate de cuidar mi cruz'. Obedeciendo a sus órdenes, a lo que me parece, me eché la cruz sobre los hombros y la transporté algo más lejos. Poco después me desperté; el dolor había desaparecido, y desde entonces no he vuelto a sufrir de ninguna de mis antiguas enfermedades».
Las palabras y el ejemplo del siervo de Dios impresionaron tanto a Marcos, que decidió quedarse a vivir con él. Porfirio, que había distribuido toda su herencia entre los pobres, se vio obligado a trabajar para ganarse la vida. Aprendió a fabricar zapatos y a trabajar el cuero, en tanto que Marcos, un hábil escribano, se hizo famoso copiando libros. Marcos quería que Porfirio viviese de lo que él ganaba, pero el santo replicó citando al Apóstol: «Que no coma quien no trabaja». Porfirio continuó su vida de trabajo y penitencia hasta los cuarenta años de edad. Entonces el obispo de Jerusalén le ordenó sacerdote y confió a su cuidado la reliquia de la cruz. Esto aconteció el año 393. El santo no cambió nada en su austera forma de vida; se alimentaba exclusivamente de raíces y pan ordinario, y generalmente no comía antes de la caída del sol. Hasta su muerte, continuó en este género de vida. El año 393 fue elegido obispo de Gaza. El obispo de Cesárea escribió al de Jerusalén, pidiéndole que enviase a Porfirio, pues quería consultarle sobre unos pasajes difíciles de la Sagrada Escritura. El obispo de Jerusalén ordenó a Porfirio que volviese a los ocho días.
Al recibir esta orden de su obispo, Porfirio se turbó, pero dijo inmediatamente: «Que se haga la voluntad de Dios». Esa misma noche llamó a Marcos y le dijo: «Hermano Marcos, vamos a venerar los Santos Lugares y la cruz, porque pasará mucho tiempo antes de que podamos volver a hacerlo». Marcos le preguntó por qué lo decía y Porfirio le contó que el Salvador se le había aparecido la noche anterior y le había dicho: «Renuncia a la custodia de la cruz, pues voy a darte una esposa pobre y de humilde origen, pero de gran virtud y piedad. Adórnala bien, pues, a pesar de su pobre apariencia, es mi hermana». Porfirio añadió: «Esto me dijo Cristo anoche; esto me hace temer que tendré que cargar con los pecados de los otros y no sólo expiar los míos, pero hay que obedecer a la voluntad de Dios». Después de visitar los Santos Lugares, Porfirio y Marcos partieron a Cesárea y llegaron sin novedad. Al día siguiente, el obispo Juan de Cesárea ordenó a unos ciudadanos de Gaza que sujetaran a Porfirio, y le consagró obispo ahí mismo. El siervo de Dios sufrió mucho al verse elevado a una dignidad a la que no se sentía llamado. Los ciudadanos de Gaza le consolaron, juntos emprendieron el viaje a dicha ciudad, a donde llegaron el miércoles por la noche. El viaje había sido fatigoso, pues los paganos de los pueblos de los alrededores, al enterarse de la noticia de la llegada del nuevo obispo, habían destrozado y obstruido los caminos, hasta dejarlos casi intransitables.
Aquel año hubo una gran sequía, que los paganos atribuyeron a la llegada del obispo cristiano, ya que, según ellos, el dios Mamas había profetizado que Porfirio atraería muchas calamidades sobre la ciudad. Había en Gaza un famoso templo de ese dios. El emperador Teodosio había mandado clausurarlo, pero no había querido demolerlo, pues era muy hermoso. El gobernador había dado permiso de abrirlo nuevamente. Como la sequía continuase dos meses después de la llegada de Porfirio, los paganos se reunieron en el templo a implorar la protección del dios Mamas. Los cristianos, después de un día de ayuno y una noche de oración, se dirigieron en procesión a la iglesia de San Timoteo extra muros, cantando himnos. A su vuelta encontraron cerradas las puertas de la ciudad. Entonces Porfirio y su grey pidieron a Dios con renovado fervor que enviase la lluvia; las nubes empezaron a acumularse, y pronto cayó una lluvia tan abundante, que los paganos abrieron las puertas de la ciudad y se unieron a los cristianos, gritando: «Cristo es el único Dios verdadero, el único capaz de acabar con la sequía». Este hecho y la curación milagrosa de una mujer produjeron numerosas conversiones. Viendo esto, los paganos que quedaban empezaron a hacer la guerra a los cristianos, excluyéndoles del comercio y los oficios públicos y molestándoles por todas las maneras posibles. Para proteger a su grey, Porfirio envió a su discípulo Marcos a ver al emperador y más tarde acudió él mismo a Constantinopla, acompañado del obispo Juan.
Gracias a la intercesión de San Juan Crisóstomo y de la emperatriz Eudoxia, Arcadio accedió a las súplicas de Porfirio y aun le otorgó el permiso de destruir los templos paganos que había en Gaza. Para ello, el emperador publicó un edicto y encargó de su ejecución a un patricio llamado Cinegio. Cuando los dos obispos desembarcaron en Palestina, cerca de Gaza, los cristianos salieron a su encuentro cantando himnos. Al pasar la procesión por la plaza de Tetrámfodos, en la que había una estatua de Venus que, según la tradición pagana, aconsejaba a las jóvenes en la elección de sus maridos, el ídolo cayó del pedestal y se hizo pedazos. Diez días después, llegó Cinegio con un fuerte contingente de soldados a ejecutar el edicto del emperador. Así desaparecieron ocho templos paganos, entre ellos el de Mamas, devorados por las llamas. Después los soldados registraron las casas y los patios, destruyeron o arrojaron a las cloacas las estatuas de los ídolos y quemaron todos los libros de magia. Muchos paganos pidieron el bautismo; pero otros, furiosos, se levantaron en armas, y Porfirio escapó milagrosamente con vida (cfr. San Marcelo, 14 de agosto). Donde antes se levantaba el templo de Mamas se construyó una iglesia en forma de cruz; la emperatriz Eudoxia envió desde Constantinopla columnas y mármoles, y la nueva iglesia se llamó «Eudoxiana». El día en que se empezó a construir, san Porfirio, acompañado del clero y los cristianos de la ciudad, fue en procesión desde la iglesia de Erin, cantando el "Venid, aclamemos al Señor" (Salmo 94) y otros salmos, a los que el pueblo respondía con el «Aleluya». Todos pusieron manos a la obra, acarreando piedras y otros materiales y excavando los cimientos, bajo la dirección del famoso arquitecto Rufino. La construcción, que comenzó el año 403, duró cinco años. San Porfirio consagró la iglesia el día de Pascua del año 408. Con esa ocasión, distribuyó grandes limosnas a los pobres, cosa en la que se mostraba siempre muy generoso. El santo obispo pasó el resto de su vida en el celoso cumplimiento de sus deberes pastorales y, a su muerte, la idolatría había desaparecido casi completamente de la ciudad.
La biografía escrita por el diácono Marcos es un documento histórico de excepcional interés. Además de la luz que arroja sobre el carácter de San Porfirio, ofrece abundante información acerca de los últimos esfuerzos del paganismo en el oriente cristiano. En 1913, G. F. Hill publicó una traducción inglesa de dicho documento, y en 1927 apareció la traducción alemana, con notas, del Dr. Jorge Rhode. Acta Sanctorum, febrero, vol. III, ofrece una traducción latina. M. Haupt, en Abhandlungen de la Academia de Berlín (1874), publicó por primera vez el texto griego; en 1895, la Sociedad Filológica de Bonn hizo una edición más cuidadosa del mismo texto. H. Grégoire y M. A. Kugener publicaron, en 1930, el texto griego, acompañado de una traducción francesa y un comentario. Según dichos autores, el autor no es realmente Marcos, pues la obra fue escrita por lo menos veintiséis años después de la muerte de Porfirio. En Analecta Bollandiana, vol. LIX (1941), pp. 63-216, se encontrará una traducción latina de una biografía georgiana de San Porfirio (de origen probablemente sirio). Es interesante notar que el autor subraya que el paganismo se extinguió en Gaza, sin que hubiere necesidad de recurrir a la violencia, como en el caso de San Cirilio de Alejandría. Ver el excelente ensayo de F. M. Abel, en Conférences de St Etienne (edic. Lagrange, 1910).