Uno de los grandes problemas para la Iglesia y para el Estado en la España de la Edad Media, era el del trato que debía darse a los judíos y mahometanos que habitaban en tan gran número aquel país. El problema se complicaba por el odio que manifestaba el pueblo contra ellos, un odio violento que no compartían las gentes del clero, ni las autoridades civiles, que tenían interés material en el bienestar y la tranquilidad de los «herejes». Particularmente durante el siglo catorce, los judíos habían conquistado una gran influencia en las finanzas, clandestinamente, y en forma abierta, sobre los puestos y cargos seculares y aun en los eclesiásticos. Para que un judío pudiese llegar a ejercer su influencia en un cargo eclesiástico, era necesario que profesara el cristianismo y, en la gran mayoría de los casos, aquella profesión era falsa; la rarísima vez que era auténtica, resultaba débil, superficial e indigna de confianza. En aquel conflicto había dos grupos que causaban los mayores trastornos y que eran considerados como particularmente peligrosos: los que el pueblo llamaba «marranos» y los «moriscos», es decir los judíos y los moros, respectivamente que, por interés o por otra razón cualquiera, se habían convertido al cristianismo y habían recibido el bautismo para renegar después de la fe, abiertamente o en secreto. En el año de 1478, como respuesta a los reiterados pedidos de los reyes católicos Fernando de Aragón e Isabel de Castilla, el Papa Sixto IV emitió una bula en la que daba poderes a los monarcas para constituir un tribunal que se las entendiera con los judíos y otros apóstatas y con los falsos convertidos. Así quedó establecida la institución que la historia conoce como la Inquisición de España. Debemos hacer notar de paso que, si bien aquel tribunal era esencialmente eclesiástico, actuaba de manera independiente y aun en contradicción con la Santa Sede; también cabe advertir que, si bien recurría a métodos duros, crueles y a veces brutales, su base y la teoría de su constitución no eran condenables. Aquel tribunal no se ocupaba de los judíos o mahometanos de buena fe, y a todos los que confesaban voluntariamente su apostasía y prometieran enmendarse, se les absolvía de culpa y cargo con una leve penitencia.
Pocos años antes del establecimiento de la Inquisición, había profesado entre los canónigos regulares de Zaragoza un hombre llamado Pedro de Arbúes. Había nacido en la ciudad aragonesa de Expila alrededor del año 1440, y había obtenido una brillante graduación en teología y leyes canónicas en el Colegio Español de Bolonia. Sus virtudes y su entusiasmo le habían inclinado a la vida religiosa, pero la fama de su celo y de su sabiduría fueron causa de que se insistiera en llamarle, hasta que le sacaron del claustro pocos años después de haber hecho su profesión. El naciente tribunal de la Inquisición se hallaba por entonces en manos del fraile dominico Tomás de Torquemada, quien buscaba afanosamente un inquisidor provincial para el reino de Aragón y no descansó hasta que Pedro de Arbúes se hizo cargo del puesto, en el año de 1484. Durante los pocos meses en que ocupó el puesto, san Pedro predicó y trabajó incansablemente en contra de los falsos cristianos, de los apóstatas y de sus vicios característicos que eran el perjurio, la usura y la inmoralidad sexual. Debido al extraordinario celo que puso en el desempeño de su tarea, se conquistó numerosos enemigos y fueron éstos los que fraguaron una campaña de calumnias y difamaciones contra el inquisidor y difundieron la leyenda de su crueldad, una fábula que conocen y repiten muchos de los que desconocen al verdadero Pedro de Arbúes y que, tal vez, no hayan tenido otro dato sobre él, más que el retrato hecho por Wilhelm von Kaulbach, en el que, el canónigo de cuarenta y cuatro años, aparece como un viejo sádico y tirano. A pesar de que en los tiempos de san Pedro de Arbúes la Inquisición de España se hallaba más o menos bajo el dominio del espíritu humanitario de las autoridades eclesiásticas de Roma, no se tiene conocimiento ni registro de que el santo haya pronunciado una sentencia de muerte o de tortura durante el desempeño de su tarea. Sin embargo, los judíos habían decidido deshacerse de él. San Pedro estaba al tanto de lo que se tramaba en contra suya, pero no quiso tomar precaución alguna, ni siquiera después de que se frustró un intento para quitarle la vida. Durante la noche entre el 14 y 15 de septiembre de 1485, tres hombres entraron sigilosamente a la catedral de San Salvador, en Zaragoza, y apuñalaron al santo canónigo que oraba arrodillado. Dos días más tarde, murió a consecuencia de las heridas y, sin tardanza, fue aclamado como un mártir en toda España. Como tal fue canonizado en 1867.
Un relato bastante amplio y completo sobre San Pedro de Arbúes se hallará en el Acta Sanctorum, sept. vol. v. No contamos con una biografía propiamente dicha de aquella época, pero las crónicas de aquel período nos proporcionan bastantes datos. Ver a G. Cozza, en su obra Della vita, miracoli e culto del martire S. Pietro de Arbues (1867).