El sucesor del papa Esteban III en el trono de San Pedro, fue Pablo, su hermano menor. Los dos habían recibido al mismo tiempo su educación en la escuela de Letrán, juntos fueron elevados a la dignidad de diáconos por el papa san Zacarías, y Pablo siempre estuvo estrechamente unido a Esteban, a quien cuidó con ternura en su última enfermedad. No es de extrañar que, al ascender al papado, conservase estrictamente la política de su hermano. Un contemporáneo, cuyos escritos figuran en el Liber Pontificalis, rinde elocuentes tributos al carácter personal del papa Pablo y hace resaltar su bondad, su clemencia y su magnanimidad. Siempre estaba dispuesto a ayudar a los necesitados y jamás devolvió mal por mal. A menudo, aprovechaba las sombras de la noche para escurrirse en las prisiones a redimir a los deudores pobres encarcelados; en ocasiones, consiguió devolver la libertad a reos condenados a muerte. Si acaso llegaba a fallar en la justicia, era por exceso de misericordia.
El pontificado de Pablo, que tuvo diez años de duración, gozó de una paz relativa en el extranjero, debido a sus buenas relaciones con el rey Pipino, y una completa tranquilidad en su propia sede, debido a su firme gobierno; no deberíamos decir «firme», porque es una palabra que sugiere la dureza, pero así fue: la firmeza de la administración de Pablo I ofrece un marcado contraste con la bondad y dulzura de carácter del que habla el Liber Pontificalis. Al mismo tiempo, los registros de su pontificado, constituyen un largo relato de diplomacia política; en las palabras de Mons. Mann: «Por medio de un incesante esfuerzo de diplomacia, Pablo I evitó que los lombardos por una parte y los griegos por la otra, hiciesen o intentasen hacer algo en contra de los recién adquiridos poderes temporales del Sumo Pontífice; con brillante destreza, consiguió que los grandes y graves acontecimientos quedasen sólo a punto de suceder». Se mantuvo siempre en los mejores términos con el rey Pipino, a quien enviaba cartas extremadamente corteses, regalos (incluso un órgano) y reliquias de los mártires.
En Roma propiamente dicha, las actividades del Papa tomaron una forma más concreta todavía. Como las catacumbas habían quedado reducidas a escombros por la carcoma del tiempo y el paso de los bárbaros, el Papa se dedicó a trasladar las reliquias de muchos santos y mártires a las iglesias de la ciudad. Entre los restos qué recuperó, figuran los de santa Petronila, la supuesta hija de san Pedro, que fueron sepultados en un mausoleo recién restaurado que, con el tiempo, llegó a conocerse como Capilla de los Reyes de Francia. El santo Pontífice construyó o reconstruyó una iglesia de San Pedro y San Pablo y también erigió un oratorio en honor de Nuestra Señora dentro de su propia iglesia de San Pedro. En la mansión familiar, que convirtió en monasterio dedicado a los papas San Esteban I y San Silvestre, instaló a los monjes griegos que habían escapado de la persecución iconoclasta. La iglesia adjunta, reconstruida por el Papa y puesta al servicio de los religiosos refugiados, tomó el nombre de San Silvestre in Capite, porque ahí se guardó una cabeza que los griegos trajeron del Oriente y que era, según se afirmaba, la de san Juan Bautista. Once siglos más tarde, la misma iglesia, nuevamente reconstruida, fue entregada para el culto de los católicos ingleses, por el Papa León XIII. El Papa Pablo I se hallaba en san Pablo Extramuros, a donde había ido para escapar al agobiante verano de Roma, cuando fue atacado por una fiebre que resultó fatal. Murió el 28 de junio del 767.
El Liber Pontificalis en la edición de Duchesne (vol. I, pp. 463-467), es la fuente más digna de confianza para una estimación del carácter personal del Papa. Las cartas de Pablo I, se encuentran en MGH., Epistolae, vol. III, edición de Gundlach.