San Mederico nació en Autun en el siglo VII. Desde joven comprendió que el fin de la vida humana es la salvación y la santificación. Así pues, ingresó a temprana edad en un monasterio, probablemente en el de San Martín de Autun. En él había cincuenta y cuatro austeros monjes, cuya fervorosa vida regular era la edificación de toda la región. En tan buena compañía, Mederico progresó en la virtud y la escrupulosa observancia de la regla. Elegido abad muy contra su voluntad, precedió con el ejemplo a sus súbditos, ya que era el primero en el cumplimiento del deber. La fama de su santidad atrajo sobre él las miradas de los hombres. Pronto empezaron a acudir gentes de todas partes a consultarle. Como ello le acarrease demasiadas distracciones y tentaciones de vanidad, el santo renunció a su cargo y se retiró durante algún tiempo al bosque, a unos cinco kilómetros de Autun. Arrancaba el sustento a la tierra con el sudor de su frente y encontraba sus delicias en una soledad que le permitía consagrarse enteramente a la contemplación y al trabajo. Pero el pueblo no tardó en descubrir su retiro y una enfermedad le obligó a retornar al monasterio. Ahí pasó algún tiempo, edificando y ayudando a sus hermanos a progresar en la virtud. Ya anciano, abandonó nuevamente el monasterio para hacer una peregrinación al santuario de San Germán de Autun, en París. Se estableció en la ciudad, con un compañero llamado Frodulfo, en una pequeña celda contigua a la capilla de San Pedro, en el norte de la ciudad. Al cabo de dos años y nueve meses de una penosa enfermedad, que soportó con admirable paciencia, murió apaciblemente el año 700.
En Mabillon y en Acta Sanctorum, agosto, vol. VI, hay una biografía latina, bastante sobria por lo que se refiere a los milagros del santo. Cuadro de Simon Vouet, 1640, en la iglesia de París dedicada al santo (Saint Merri): el santo libera en París a unos prisioneros.