Tremenda ascesis nos impone la Biblia cuando nos brinda 73 libros para los que prácticamente no tenemos referencia cierta de su autor humano. De unos pocos, apenas 7, podemos decir con certeza científica (es decir, menos del 100% pero cercano a ello) que son de San Pablo y.... nada más. De todos los demás libros, la atribución a un autor concreto (el Pentateuco a Moisés, los Salmos a David, los evangelios a cada uno de sus nombres, el Apocalipsis a Juan Apóstol, etc) son atribuciones que -no unánimemente- ha ido señalando la tradición posterior, basándose en casi todos los casos en evidencia puramente circunstancial. ¡Es que del Paraíso para aquí, si hay algo molesto es no saber! así que las lagunas del saber histórico la imaginación legendaria de cada época las va rellenando, a veces con datos completamente ficticios, a veces con datos reales pero exagerados, a veces con datos verosímiles aunque inciertos.
Mala manera de comenzar una hagiografía de san Lucas evangelista sembrando duda sobre si el «Evangelio de San Lucas» será o no de san Lucas... Sin embargo, no podemos ya en el siglo XXI presentar una hagiografía sobre el autor del tercer evangelio sin tomar en cuenta datos que la crítica histórica ha establecido con razonable certeza. Pero veamos el problema más de cerca, con la crítica histórica como transfondo y los datos de la tradición piadosa a mano:
-¿Existió un San Lucas autor del tercer evangelio y de Hechos de los Apóstoles?
Sí, por supuesto: el Evangelio y Hechos pertenecen al estilo, la manera de contar, el plan narrativo, la sensibilidad de un escritor; esas obras no se escribieron solas, ni son el mero resultado de una mezcla azarosa de papeles. Ahora bien, como datos ciertos, no hay mucho más que eso: podemos deducir algo de su personalidad a través de sus escritos (porque siempre, aunque no sea su intención, un escritor se retrata al escribir), pero la atribución que la tradición piadosa ha hecho con el Lucas que menciona san Pablo algunas veces, no puede asegurarse.
-¿En qué se basaba esa atribución?
En los siguientes datos:
-Dice San Pablo en Colosenses 4:14: «Os saluda Lucas, el médico querido, y Demás.»
-Dice en 2 Timoteo 4:11: «El único que está conmigo es Lucas. Toma a Marcos y tráele contigo, pues me es muy útil para el ministerio.»
-Dice en Filemón 1:23-24: «Te saludan Epafras, mi compañero de cautiverio en Cristo Jesús, Marcos, Aristarco, Demás y Lucas, mis colaboradores.»
Y además en Hechos de los Apóstoles, al narrar los viajes de san Pablo se acude varias veces a hablar en primera persona del plural, en las llamadas «secciones nos» (por ejemplo, en el capítulo 20), que parecerían indicar que el autor estuvo allí.
Hasta aquí nada extraño, es bastante natural que pensemos que el autor del libro tiene que ser uno de los que san Pablo menciona, pero ¿por qué Lucas el médico? las razones de la tradición son que el Evangelio de Lucas es un escrito elegante desde el punto de vista del idioma, que no está lleno de semitismos como los demás, así que su autor sería genuinamente griego, además trasluce una personalidad de cierta formación humanística... por lo que «cierra bien» con el médico que menciona san Pablo. Si todo quedara en una hipótesis razonable, no habría ninguna objeción, ¿qué problema hay en identificar al autor de un evangelio con este o con aquel colaborador de san Pablo, si lo que en definitiva se está queriendo decir es que esos escritos son cercanos a la predicación de San Pablo?
El problema está en cuando queremos sacar consecuencias teológicas, catequéticas y religiosas de una atribución basada en evidencia circunstancial. Cuántas veces hemos escuchado que san Lucas describe con maestría el aspecto humano de la agonía del Señor porque es médico... ¡cuando en realidad habíamos deducido de que debía ser el médico porque describe con maestría el aspecto humano del Señor! de tanto repetir la hipótesis razonable, nos olvidamos que se trataba sólo de eso, de una hipótesis razonable, y la comenzamos a tomar como una fuente de certezas.
Pero entonces ¿qué celebramos hoy? Hoy celebramos que hubo un santo que escribió el evangelio de Lucas y el libro de Hechos, que desde su evidente origen pagano, vinculado casi con seguridad a la comunidad de Antioquía de Siria, en la actual Turquía, supo penetrar en el misterio de Jesús con los ojos de un no-judío (el único caso entre los cuatro evangelios). San Lucas representa, sea cual sea la relación de familiaridad con san Pablo, uno de los grandes logros de la predicación paulina, el buen fruto del injerto del olivo silvestre (los paganos) en el olivo cultivado (Israel), como dice la metáfora de Romanos 11.
Sería o no médico, tal vez sí, pero lo que es más importante para nosotros no es su colegiación profesional, sino que llevó a la Iglesia cuanto poseía como pagano: una tradición humanística, de valoración de los rasgos humanos, que están incorporados al Evangelio, no sólo al de Lucas, sino al anuncio del Evangelio tal cual lo entiende la Iglesia (no de Pablo ni de Apolo, sino de Cristo). Aunque sea un rompedero de cabeza para la cristología, ¿qué más saludable que esa mirada hecha de humanidad al contemplar al niño Jesús que se va haciendo hombre: «Jesús progresaba en sabiduría, en estatura y en gracia ante Dios y ante los hombres.» (Lc 2,52)? Ninguno de los otros evangelios dice algo así; hacía falta un genuino griego para mirar con mirada de humanismo griego al niño que crece. ¡Y Dios sabe cuánta falta nos hace siempre que al menos uno de los cuatro evangelios nos baje a la tierra en nombre del propio Dios!
También san Lucas es, por eso mismo, el gran poeta de María; en esto se disputa con Juan, enamorado también de la Madre de Dios. Sin embargo, como Juan aventaja a Lucas en penetrar en la hondura mística donde apenas si distinguimos a la Madre de Jesús de la Madre-Iglesia; así Lucas aventaja a Juan en recordarnos -y siempre- que cualquier hondura mística empieza en lo particular, en lo concreto, en lo humano: en alguien que percibe su infinita nada frente a Dios, que canta como en el Magnificat y se alegra del gran don con el que ha sido honrada, que sufre silenciosa, también, al ver un Hijo al que apenas si puede humanamente comprender, pero cuya misión sabe, en la certeza de la fe, que viene de Dios.
A esto se pueden añadir las simpáticas leyendas piadosas, pero carentes de todo apoyo documental, sobre que fue el primer pintor de la Virgen, sobre todos los lugares en los que predicó luego de muerto Pablo, etc. Pero con lo dicho, y sin necesidad de inventar nada, tenemos mucho material para inspirar con seriedad una vida cristiana.
Pueden servir como introducciones los cuaderonos bíblicos de Verbo Divino dedicados a san Lucas, tanto el más histórico-crítico (nº 3) como el más teológico (nº 137); las introducciones de la «Biblia del peregrino», del P. Alonso Schökel son siempre una referencia preciosa y segura para guiarse acerca de los libros bíblicos. En los dos comentarios bíblicos «San Jerónimo», tanto el original como el nuevo, edición castellana de 2004, se aborda con amplitud el problema crítico de la autoría, mejor resuelto en el nuevo que en el clásico. Sin embargo, para una discusión completa de los argumentos, ninguno más completo que la «Introducción general» de Fitzmyer, ed. Cristiandad, 1981, vol I, cap. 1 y 2.