El mismo día en que murió el papa Adrián I, los electores procedieron a nombrar a un sucesor. La elección unánime recayó sobre el cardenal párroco de Santa Susana y, al otro día, 27 de diciembre de 795, se le consagró y entronizó en la sede de San Pedro, con el nombre de León III. Pero en Roma había un sector hostil al nuevo papa, formado en su mayor parte por turbulentos jóvenes de la nobleza a quienes encabezaba el sobrino del extinto papa Adrián que ambicionaba el trono pontificio, y otro joven oficial amigo suyo. En el año de 799, los revoltosos fraguaron un complot para recurrir a todos los medios a fin de impedir que el Papa León desempeñase sus deberes pontificios. El día de san Marcos, durante la procesión tradicional que encabezaba el Papa montado en su caballo, fue elegido por los conspiradores para atacar. Frente a la iglesia de San Silvestre, se arrojaron sobre el Pontífice, lo derribaron del caballo, le arrastraron por el suelo, trataron de sacarle los ojos y cortarle la lengua y, a fin de cuentas, le dejaron inconsciente, bañado en sangre y molido a golpes en mitad del arroyo. El hecho de que San León se recuperase con extraordinaria prontitud de los terribles golpes y las graves heridas que sufrió durante el ataque, se tuvo por un milagro.
Durante algún tiempo, el perseguido pontífice se refugió en la corte de Carlomagno, rey de los francos, quien por entonces se hallaba en Paderborn. Pero no tardó en regresar a Roma, donde el pueblo le dispensó una cordial acogida y, sin tardanza, se formó una comisión para investigar las circunstancias del ataque contra la persona del Pontífice. Los rebeldes respondieron con una serie de acusaciones contra el Papa, tan graves, que los miembros de la comisión se sintieron obligados a remitir el caso al rey Carlomagno. Pocos meses después, el monarca de los francos viajó a Roma y, el l de diciembre, se convocó un sínodo en la basílica del Vaticano con la presencia del rey y la de los acusadores, que fueron invitados a comparecer. Ninguno lo hizo, pero a pesar de aquel «nolle prosequi» [frase legal: no queremos continuar el proceso], el sínodo consideró conveniente que el papa León hiciese un juramento de inocencia de los cargos formulados en su contra. El 23 de diciembre, el Pontífice hizo el juramento ante la asamblea.
El día de Navidad, durante la celebración de la misa en san Pedro, el papa León coronó con toda solemnidad a Carlomagno, que se hallaba arrodillado ante el altar de la Confesión de los Apóstoles. La congregación aplaudió con entusiasmo y el coro entonó loas en honor del rey, por este estilo: «Larga vida de triunfos para Carlos, el más devoto protector de la religión, el augusto coronado por Dios, el magno emperador pacífico de los romanos». El mismo Papa se arrodilló ante Carlomagno para rendirle el homenaje temporal. De esta manera quedó establecido el Santo Imperio Romano de Occidente, al que muchos de los más entendidos en la materia, durante la misma época y en posteriores, consideraron como la realización del ideal expresado por san Agustín en su «De civitate Dei» (La ciudad de Dios). Aquel suceso espectacular, tan colmado de signos prometedores, apareció rodeado por una serie de mistificaciones, muchas de ellas innecesarias. Pero ese es un asunto que pertenece por entero a la historia general civil y eclesiástica, que no tiene cabida en esta obra.
Para san León, la alianza con el monarca resultó muy benéfica. No sólo le permitió recuperar buena parte del perdido patrimonio de la Iglesia romana y mantener sujetos a los elementos perturbadores en el Estado pontificio, sino que también le condujo a intervenir con éxito en las disputas internacionales y a reforzar la disciplina eclesiástica en tierras distantes. Pero en cuanto el emperador hizo el intento de meterse en los terrenos del dogma, al presionar al Papa para que introdujese la cláusula «y el Hijo» («Filioque») en el Credo de Nicea, éste le detuvo con toda firmeza. Se negó a admitir innovaciones en la liturgia, por muy genuinamente doctrinales que fuesen, y sobre todo hechas con precipitación y a instancias del poder secular; asimismo, consideró con razón que, por aquel acto, causaría el descontento de la grey bizantina, cuya importancia siempre tuvo presente.
Mientras Carlomagno estuvo vivo, san León pudo mantener el orden en la Santa Sede, pero tras la muerte del emperador, en 814, comenzaron las tormentas. Los sarracenos desembarcaron en las costas de Italia y se llevó a cabo otra conspiración para asesinar al Papa. Cuando por fin quedó restablecida la calma en la Santa Sede, era evidente que la salud del pontífice se hallaba muy quebrantada. El 12 de junio de 816, murió san León, tras veinte años de pontificado. Su nombre se agregó al Martirologio Romano en 1673.
El pontificado de san León III pertenece, en gran parte, a la historia general. No existe ninguna biografía sobre él, ni más datos de los que se encuentran en el Líber Pontificalis (ed. Duchesne, vol. II, pp. 1-34). Hay una colección de cartas de este Papa: sobre todo, los informes que escribió a Carlomagno. Hay un relato sobre san León, extraído de los materiales mencionados y de crónicas posteriores, en Acta Sanctorum, junio, vol. III.
Imagen: El juramento de León III, de Rafael, 1514, en la Stanza dell'Incendio di Borgo, en el Vaticano.