santos

San Jenaro de Benevento, obispo y mártir

Genaro, Januarius

Jenaro, natural según unos, de Nápoles y, según otros, de Benevento, fue obispo en la última de las ciudades nombradas cuando estalló la terrible persecución de Diocleciano. Sucedió por entonces que Sosso, diácono de Miseno, Próculo, diácono de Pozzuoli, y los laicos Euticio y Acucio fueron detenidos en Pozzuoli por orden del gobernador de Campania, ante el cual habían confesado su fe. Por su sabiduría y sus virtudes, Sosso había conquistado la amistad de san Jenaro y, en cuanto éste tuvo noticias de que aquel siervo de Dios y otros compañeros habían caído en manos de los perseguidores, decidió ir a visitarlos y a darles consuelo y aliento en la prisión. Como era de esperarse, sus visitas no pasaron inadvertidas para los carceleros, quienes dieron cuenta a sus superiores de que un hombre de Benevento iba con frecuencia a hablar con los cristianos. El gobernador mandó que aprehendieran al imprudente desconocido y lo llevaran a su presencia. Jenaro, el obispo, Festo, su diácono, y Desiderio, un lector de su iglesia, fueron detenidos dos días más tarde y conducidos a Nola, donde se hallaba el gobernador. Ahí, los tres soportaron con entereza los interrogatorios y las torturas a que fueron sometidos. Poco tiempo después, el gobernador debió trasladarse a Pozzuoli y los tres confesores, cargados con pesadas cadenas, tuvieron que caminar delante de su carro hasta aquella ciudad, donde fueron arrojados a la misma prisión en que se hallaban los otros cuatro mártires antes mencionados. A todos se les condeno a ser despedazados por las fieras y sólo aguardaban, hacinados en la inmunda celda, a que se cumpliera la sentencia. Un día antes de la llegada de san Jenaro y sus dos compañeros, los otros cuatro confesores fueron expuestos a las bestias que no hicieron otra cosa más que rondar en torno suyo, sin atacarlos. Algunos días más tarde, los siete condenados fueron conducidos a la arena del anfiteatro y, para decepción del público, las fieras hambrientas y provocadas no hicieron otra cosa que rugir mansamente, sin acercarse siquiera a sus presuntas víctimas. El pueblo, irritado y sorprendido, imputó a la magia la salvación de los cristianos y vociferó para pedir que los mataran, de suerte que ahí mismo los siete confesores fueron condenados a morir decapitados. La sentencia se ejecutó cerca de Pozzuoli, y en el mismo sitio fueron enterrados los restos de los mártires.

Con el correr del tiempo, la ciudad de Nápoles entró en posesión de las reliquias de san Jenaro que, en el siglo quinto, fueron trasladadas desde la pequeña iglesia de San Jenaro, vecina a la Solfatara, donde se hallaban sepultadas. Durante las guerras de los normandos, los restos del santo fueron llevados a Benevento y, poco después, al monasterio de Monte Vergine, pero en 1497, se trasladaron con toda solemnidad a Nápoles que, desde entonces, honra y venera a san Jenaro como su patrono principal.

Ninguna investigación puede correr el riesgo de depender de los datos sobre el martirio de san Jenaro que mencionamos arriba; los que figuran en sus «actas» son de fecha muy posterior y enteramente indignos de confianza. En realidad, no se sabe nada con certeza de él ni de los otros que fueron también martirizados. Toda la fama del santo radica en ese «milagro permanente» (como lo llama Baronio) que es la licuefacción de la supuesta reliquia de la sangre del santo que se conserva en la capilla del tesoro de la iglesia catedral de Nápoles, un suceso maravilloso que se reproduce periódicamente desde hace cuatrocientos años. La reliquia consiste en una masa sólida, oscura y opaca, que llena hasta la mitad una redoma de cristal sostenida por un relicario de metal. En dieciocho ocasiones durante el año, relacionadas con la traslación de los restos a Nápoles (el sábado anterior al primer domingo de Mayo), con la fiesta del santo (19 de septiembre) y el aniversario de la salvadora intervención del mismo para evitar los catastróficos efectos de una erupción del Vesubio en 1631 (16 de diciembre), un sacerdote expone la famosa reliquia sobre el altar, frente a una urna que contiene la supuesta cabeza de san Jenaro. Los fieles que llenan la iglesia en esas fechas, especialmente representados por un grupo de mujeres pobres conocidas con el nombre de «zie di San Gennaro» (tías de san Jenaro) y que ocupan un lugar de privilegio junto al altar, entonan plegarias y cánticos. Al cabo de un lapso que varía entre los dos minutos y una hora -por regla general-, el sacerdote agita el relicario con la redoma, lo vuelve cabeza abajo y la masa que era negra y sólida y permanecía seca, adherida al fondo del frasco, se desprende y se mueve, se torna líquida y adquiere un color rojizo, a veces burbujea y siempre aumenta de volumen. No sólo se realiza todo eso a la vista de las personas que estén en la nave del templo, sino de aquéllas que tienen el privilegio de ser admitidas en el santuario y que pueden ver el prodigio a menos de un metro de distancia. Y en aquel momento, el sacerdote anuncia con toda solemnidad: «¡Ha ocurrido el milagro!», se canta el Te Deum y la reliquia es venerada por la congregación y por el clero.

Ninguno de los milagros o hechos sobrenaturales comprobados ha sido estudiado con mayor detenimiento, ni examinado por gentes de opiniones más opuestas, que este caso de la licuefacción de la sangre de san Jenaro, y se puede afirmar, sin temor a equívocos, que ningún investigador o perito con experiencia, por racionalista que sea, se atreve a decir ahora que no sucede lo que se asegura que ocurre. No hay ningún truco posible y tampoco hay, hasta ahora, alguna explicación satisfactoria (aunque se han ofrecido muchas por parte de los católicos y de los que no lo son), a no ser la de que se trata de un auténtico milagro. Sin embargo, antes de que un milagro sea reconocido con absoluta certeza, deben agotarse todas las explicaciones naturales, y todas las interrogantes deben tener su respuesta.

Entre los elementos positivamente ciertos en relación con esta reliquia, figuran los siguientes:

- La substancia oscura que se dice ser la sangre de san Jenaro (la que, desde hace más de 300 años permanece herméticamente encerrada dentro de la redoma de cristal que está sujeta y sellada por el armazón metálico del relicario) no ocupa siempre el mismo volumen dentro del recipiente que la contiene. Algunas veces, la masa dura y negra ha llenado casi por completo la redoma y, en otras ocasiones, ha dejado vacío un espacio equivalente a más de una tercera parte de su tamaño.

- Al mismo tiempo que se produce esta variación en el volumen, se registra una variante en el peso que, en los últimos años, ha sido verificada en una balanza rigurosamente precisa. Entre el peso máximo y el mínimo se ha llegado a registrar una diferencia de hasta 27 gramos.

- El tiempo más o menos rápido en que se produce la licuefacción, no parece estar vinculado con la temperatura ambiente. Hubo ocasiones en que la atmósfera tenía una temperatura media de más de 30° centígrados y transcurrieron dos horas antes de que se observaran signos de licuefacción. Por otra parte, en temperaturas de 5° a 8° centígrados más bajas, la completa licuefacción se produjo en un lapso de 10 a 15 minutos.

- No siempre tiene lugar la licuefacción de la misma manera. Se han registrado casos en que el contenido líquido de la redoma, burbujea, se agita y adquiere un color carmesí muy vivo, mientras que, en otras oportunidades, su color es opaco y su consistencia pastosa.

Entre las dificultades que surgen para aceptar el fenómeno como un milagro, cabe señalar las siguientes:

- El hecho de que en la enorme mayoría de los casos de otras reliquias de la sangre de los mártires que se encuentran en Nápoles y en las que se observa más o menos el mismo fenómeno, como la sangre de san Juan Bautista, la de san Esteban y la de santa Úrsula, son reliquias positivamente espurias.

- Por siete veces, la sangre de san Jenaro se tornó líquida mientras un joyero hacía reparaciones en el relicario, pero a menudo, durante las exhibiciones del mes de diciembre, no se produjo la licuefacción.

- La autenticidad de la misma reliquia es muy problemática, puesto que no contamos con registros sobre el culto a san Jenaro, anteriores al siglo quinto. Además, existe una consideración de mayor peso: si la reliquia no es auténtica, ¿por qué ocurre con ella tan grande maravilla? ¿Qué propósitos tendría el milagro en una reliquia falsa?

A esto se podría responder de la misma manera que a las interrogantes sobre otros muchos milagros: no tratemos de entender los infinitos caminos de Dios. Y si bien es verdad que durante siglos la licuefacción de la sangre de san Jenaro ha sido una manifestación permanente de la omnipotencia de Dios para cientos de miles de napolitanos, es necesario tener en cuenta que los prodigios de esta naturaleza son, definitivamente, un obstáculo para la fe de otras gentes, de distinto temperamento, pero que también deben ser salvadas. Los milagros que registran las Sagradas Escrituras son hechos revelados y objetos de fe1. Hay otros milagros que no se consideran bajo el mismo punto de vista, y nuestra fe no los tiene como sustento, a diferencia de los anteriores, a pesar de que confirman e ilustran esa misma fe; tampoco exigen o admiten esos prodigios un asentimiento mayor que el indicado por la prudencia y que proviene de las pruebas obtenidas por las autoridades humanas en la materia, de las cuales dependen. No porque se confirme la realización de tales milagros, se deben admitir a ojos cerrados; las pruebas del hecho y de las circunstancias en que se produjo tienen que ser examinadas a fondo y debidamente pesadas y, cuando eso falla, es la prudencia la que rechaza o admite nuestro asentimiento. Si las evidencias humanas establecen la certeza de un milagro fuera de toda duda posible, mayores motivos habrá para alentarnos a elevar nuestros espíritus hacia Dios en humilde adoración, en amorosa alabanza, para honrarle en sus santos ya que, por medios tan maravillosos, nos da pruebas tangibles de la gloria a la que los ha exaltado.

Las poco satisfactorias actas de san Jenaro y sus compañeros han llegado hasta nosotros en diversas formas. Los textos impresos en el Acta Sanctorum, sept. vol. VI (aunque fuera de lugar, al fin del volumen), ponen de manifiesto esta diversidad. Por otra parte, no puede haber dudas de que un obispo llamado Jenaro fue martirizado en las vecindades de Nápoles, ni de que fue venerado desde época muy antigua. Alrededor del año 431, el sacerdote Uranio, hacía alusiones al obispo en términos que indican claramente que le consideraba como a un santo de los cielos, comparable al famoso san Martín de Tours; los frescos pintados en el siglo quinto en la llamada «catacumba de san Jenaro», en Nápoles, lo representan con una aureola. En los calendarios más antiguos del Oriente y del Occidente figura su nombre en la fecha de hoy. Ver el Acta Sanctorum, noviembre, vol. II, parte 2, p. 517; Studi e Testi, vol. XXIV (1912), pp. 79-114, de Pió Franchi de Cavalieri. Naturalmente, el caso de la licuefacción de la sangre ha sido estudiado y comentado una y otra vez. Reivindica el carácter sobrenatural del prodigio, Tagliatela, en Memorie Storico-critiche del culto e del sangue di S. Gennaro (1893); a Cavéne, en Le célebre Miracle de S. Janvier a Naples et a Pouzzoles (1909); a Alfano e Amitrano, en Il Miracolo di S. Gennaro (1924) -esta última obra contiene una bibliografía con 1346 menciones de otras tantas obras- y la obra en inglés del obispo E. P. Graham, The Mistery of Naples (1909), así como The Testimony of Blood (1929) de lan Grant. El punto de vista de los que ponen en tela de juicio el carácter milagroso de la licuefacción, se expone en Neapolitanische Blulwunder (1912) de Isenkrahe y en The Month de enero, febrero y marzo de 1927 y febrero de 1930, en los artículos de Fr. Thurston, quien también contribuye con otro artículo sobre el tema en The Catholic Encyclopaedia, vol. VIII, pp. 295-297. El Kircheliches Handlexikon declara (vol. II, col. 25) que «no se puede hacer un juicio concluyente sobre el asunto, en vista de que, pese a todos los esfuerzos, no se ha podido encontrar ninguna explicación natural.»

1 Reproduzco esta afirmación porque forma parte del razonamiento de Butler, pero no es del todo exacto decir que los milagros consignados en la Sagrada Escritura son objeto de fe. Cada milagro narrado en la Escritura está relacionado con un relato, y debe establecerse la clase de relato que es para saber si ese relato pretende revelar un hecho milagroso o lo utiliza como un ejemplo, una metáfora, un símbolo, etc. Por ejemplo, aunque la liberación de Jonás del vientre de la ballena está narrada como un milagro, el hecho de que el libro entero sea una parábola hace que ese hecho no sea objeto de fe como hecho sucedido, sino como símbolo. En suma, no toda narración de milagro, aunque provenga de la Escritura, requiere asentimiento de fe al milagro como tal, cada caso debe examinarse por separado. (Nota del sitio).