La vida de Jacobo el ermitaño, o Jacobo de Palestina, está envuelta en la leyenda. Si hubiera vivido unos pocos kilómetros al sudoeste, en la Tebaida, lo conoceríamos como uno de los Padres del desierto, ya que pertenece a la misma época, hacia el siglo VI, y comparte con ellos un mismo ideal ascético; sin embargo vivió en algún lugar de Palestina, cercano al Monte Carmelo. Por este motivo en antiguos calendarios carmelitanos aparecía como uno de los santos de la Orden, aunque ni su época ni su condición lo hacen tal.
Su vida nos viene narrada por un autor anónimo, y fue recogida en el siglo X por Simón Metafraste, el hagiógrafo de los santos de Oriente, quien, al igual que un poco más tarde Jacobo de la Vorágine con su «Leyenda Dorada» en Occidente, transmitió para los siglos venideros antiguas gestas de santidad, si bien indisolublemente mezcladas con leyendas y meditaciones piadosas con vistas a dar buen ejemplo y que en muchos casos oculta -aun sin pretenderlo- la auténtica humanidad de los santos.
En el caso de Jacobo el ermitaño es evidente que su relato viene envuelto en la enseñanza ejemplarizante, y un poco esquematizado con el de otros ermitaños antiguos, sin embargo tiene un colorido propio, y es seguro que tras esos rasgos comunes se nos ha transmitido algunos fragmentos de historia auténtica. Efectivamente, se nos cuenta que Jacobo vivió unos 15 años en una cueva cercana a la ciudad de Porfirion (posiblemente la actual Haifa), practicando el ascetismo. Én ese tiempo realizó muchos milagros, y convirtió a muchos "que seguían las supersticiones de los samaritanos" a la verdadera fe, según nos informa el autor de la "Vita". Aunque era conocido y apreciado por los pobladores del lugar, nunca un santo es del agrado de todos, así que algunos que querían su caída le prepararon una trampa, vieja como el mundo: le enviaron una prostituta que, con el pretexto de que la curara de un mal en el pecho, lo provocó y solicitó. Pero el santo, comprendiendo el engaño, no sólo pudo resistir la tentación sino que acabó consiguiendo la conversión de la prostituta.
Muchos otros milagros y sobre todo curaciones obraba el santo en su cueva, de tal manera que gente de toda condición le traía sus enfermos para que los sanase. En una ocasión fue tentado en la codicia, cuando se le ofreció una gran suma de dinero por las curación del hijo de un senador; sin embargo el santo rechazó el regalo, aclarando que recibirlo sería como comerciar con los dones de Dios.
Una vez le trajeron una joven poseída por el demonio. El santo la curó, y quiso restituirla a la familia; sin embargo, le pidieron que permaneciera con él unos días más, ya que no estaba aun del todo restablecida. Y fue esa la ocasión que encontró el Maligno para conseguir la caída del santo: en efecto, Jacobo, que en tantos años había resistido tantas tentaciones, esta vez cayó "en ese mismo lugar, ante su celda", como dramáticamente lo va desgranando la "Vita". Y no solo abusa de la joven, sino que, cegado por la pasión y desesperado con su propia caída, la mata y arroja su cuerpo a un río cercano. "En vez de reconducirse con la penitencia, cae en un pecado aun mayor: tal es el fruto de la soberbia y la arrogancia", reflexiona el anónimo narrador.
Jacobo está ya completamente desesperado, creyéndose del todo fuera de una posible salvación, y dispuesto a volver al mundo como irredimible. Sin embargo, no hay hombre, por muy bajo que haya caído, al que Cristo no le tienda la mano, y en medio de su desesperación unos monjes aconsejan a Jacobo que vuelva a una vida de penitencia y expiación. Así lo hace: se esconde por años en un sepulcro, como muerto en vida, a llorar sus pecados e implorar misericordia.
Muchos años más tarde una gran sequía asola la región; se organizan ayunos y rogativas, pero nada surte efecto. Entonces le es revelado al obispo del lugar, hombre santo y piadoso, que buscara a un hombre que se halla escondido en una tumba, para que él ruegue por el fin de la calamidad. Así lo hace y encuentra a Jacobo, a quien le piden que ore. En cuanto el santo intercede, la lluvia cae a raudales: así salva Dios a su pueblo, pero además el propio Jacobo recibe del cielo la señal de que su penitencia fue recibida y sus pecados perdonados. Así puede ya, a los 75 años, morir en paz, y ser sepultado en el mismo sepulcro que fue lugar de su penitencia y curación de su alma, rodeado del obispo y del clero del lugar. En ese mismo lugar se construyó luego una iglesia, donde se veneraron las preciadas reliquias del santo, fuente de milagros y curación para muchos peregrinos "usque ad hodiernum diem" -hasta el día de hoy- nos informa el anónimo autor del siglo X.
El relato completo se encuentra en Acta Sanctorum, enero, II, 868-873 con las habituales introducciones y preciosas notas de los Bolandistas, que me he limitado a resumir muy apretadamente, perdiendo, lamentablemente, todo el color narrativo original, lleno de tensión y dramatismo, y regado de citas de las Escrituras. El cuadro no es de un San Jacobo de Palestina (del que no he conseguido iconografía), sino el San Onofre de Caracciolo (1625), como modelo de penitente del desierto.