En las faldas del Monte Luco, que los paganos consideraban como sagrado, hay una multitud de cuevas en las que vivieron muchos anacoretas cristianos en la Edad Media. Uno de los más famosos fue san Isaac. San Eleuterio, el amigo de san Gregorio, que le conoció bien, habla de este santo ermitaño en sus «Diálogos». Isaac era de origen sirio. Durante la persecución monofisita se había trasladado a Italia. Al llegar a Espoleto, entró en una iglesia, en la que permaneció tres días y tres noches, absorto en oración. Uno de los guardianes, creyendo que se trataba de un ladrón, le llamó hipócrita, le golpeó y le echó fuera de la iglesia. En castigo de ello, el demonio se posesionó del guardián y no le soltó hasta que san Isaac se tendió sobre el cuerpo de su atacante. «Isaac me echa fuera», gritó el mal espíritu, y en esa forma reveló a los habitantes de Espoleto la identidad del extranjero. Los vecinos, persuadidos de que tenían entre ellos a un santo, le ofrecieron regalos y se mostraron prontos a construirle un convento; pero san Isaac se negó a aceptar los regalos y se retiró a una cueva del Monte Luco. Al cabo de varios años, se le apareció la Madre de Dios y le ordenó que reuniese algunos discípulos; en esa forma el santo empezó a dirigir una «laura», aunque nunca fundó un monasterio propiamente dicho. Sus discípulos le incitaron varias veces a recibir los regalos de los fieles, pero san Isaac les respondía siempre: «Un monje que desea los bienes de este mundo no es un verdadero monje». El siervo de Dios poseía el don de profecía y el de obrar milagros.
Todo lo que sabemos sobre Isaac se basa en el tercer libro de los Diálogos de san Gregorio. Ver también Acta Sanctorum, abril, vol. II. La imagen muestra el sarcófago de san Isaac, en la cripta del santo; se trata en realidad de una réplica del original -que se encuentra en el museo de Spoleto-, a la que en 1999 se trasladaron las reliquias del santo.