El pueblo al que conocemos con el nombre de magiar, llegó a las comarcas de Hungría en los últimos años del siglo nueve, procedente de varios distritos al oriente del río Danubio, para instalarse en las riberas, bajo la dirección de un jefe único llamudo Arpad. Aquel pueblo estaba constituido por gente brava y guerrera; fue durante una de sus incursiones por Italia, Francia y las regiones del oeste, cuando se encontraron con el cristianismo. San Metodio y otros misioneros habían plantado la fe en puntos tan orientales de Europa como la Panonia; sin embargo, no fue sino al mediar el siglo décimo, cuando los magiares empezaron a tomar en consideración a la Iglesia. Geza, el tercer duque (vaivode), que gobernó al pueblo después de Arpad, vio la necesidad política del cristianismo y, alentado por san Adalberto de Praga, se hizo bautizar y gran número de nobles lo imitaron. Pero. evidentemente, aquélla fue una conversión por conveniencia y la mayoría de los nuevos cristianos lo eran sólo de nombre. Sin embargo, hubo una excepción: Vaik, el hijo de Geza, quien recibió el bautismo al mismo tiempo que su padre. y se llamó Esteban (lstvan). Por entonces no tenía más de diez años y aún no había adquirido las costumbres y modos de pensar de los paganos. En 995, cuando cumplió veinte años, se casó con Gisela, la hermana de Enrique, duque de Baviera, mejor conocido como el emperador san Enrique II, y, dos años más tarde, sucedió a su padre en el gobierno de los magiares.
En seguida, Esteban se vio envuelto en guerras, pero acabó por doblegar a las tribus rivales y, una vez afirmada su posición, designó como primer arzobispo a san Astrik, a quien envió a Roma para obtener del Papa Silvestre II la aprobación para una auténtica organización eclesiástica en su país; al mismo tiempo, encomendó al arzobispo que pidiera al Pontífice que le confirmase el título de rey, el que sus súbditos querían darle desde tiempo atrás y que ahora estaba dispuesto a tomar, con mayor autoridad y majestad, para cumplir sus designios de promover la gloria de Dios y el bienestar de su pueblo. El Papa se mostró bien dispuesto a conceder lo que pedía, e incluso preparó una corona real para enviarla a Esteban, con sus bendiciones, de acuerdo, sin duda, con los deseos del emperador Otto III, quien entonces se encontraba en Roma. Al mismo tiempo, el Papa confirmó las fundaciones religiosas y las elecciones de obispos que Esteban había hecho. El propio Esteban salió de la ciudad al encuentro de sus embajadores y escuchó, de pie y con gran respeto, la lectura de las bulas pontificias. De ahí en adelante, siempre trató con grandes honores y respetos a todos los pastores de la Iglesia a fin de manifestar su propio sentido religioso y para inspirar a sus súbditos la devoción por todo lo que perteneciera al culto divino. El mismo san Astrik, que había traído la corona desde Roma, le consagró rey, con gran solemnidad, en el año de 1001. En realidad, la supuesta bula del papa Silvestre, que otorgaba el título de rey apostólico y legado apostólico a san Esteban, con derecho a portar la cruz de primado, fue falsificada, probablemente en el siglo XVII. La parte superior de la corona mandada por el papa encajaba en la parte inferior de otra corona que le dio el emperador Miguel VII al rey Geza, y ambas se conservan hasta hoy en Budapest. Sin embargo, auqneu la corona es dudosa y la bula falsa, hay pruebas positivas de que se le confirieron poderes especiales a san Esteban, equivalentes a los de «legado ad latere» por parte del Papa, aunque la afirmación de que se le invistió con el título de «rey apostólico» no tiene fundamento alguno.
Con el propósito de arraigar firmemente el cristianismo en su reino y darle las mayores posibilidades para su progreso, el rey Esteban no creó sedes episcopales sino gradualmente, a medida que pudo echar mano de sacerdotes salidos de su propio pueblo. La primera sede episcopal de que se guarda registro fue la de Vesprem, pero no pasaron muchos años sin que se creara la de Esztergom, que llegó a ser la más importante y la sede del primado. El santo monarca mandó construir en Szekesfehervar una iglesia dedicada a Nuestra Señora, en la que posteriormente se consagraba y se sepultaba a los reyes de Hungría. En esa ciudad estableció el rey su residencia y, desde entonces, se llamó Alba Regalis, para distinguirla de la Alba Julia, en Transilvania. También terminó la construcción del gran monasterio de San Martín, iniciada por su padre. Hasta hoy existe ese monasterio, conocido como Martinsberg o Pannonhalma y es la casa matriz de la congregación de benedictinos en Hungría. El mantenimiento de las iglesias y sus pastores, así como el fondo de socorro para los pobres, se obtenían gracias a unos diezmos que había impuesto: cada diez poblaciones vecinas tenían la obligación de construir una iglesia y sostener a un sacerdote; por cuenta del rey corría el mobiliario de la iglesia, el adorno de los altares y los ornamentos del pastor. No sin vencer grandes dificultades, consiguió eliminar muchas de las costumbres y supersticiones bárbaras, derivadas de la antigua religión y, por medio de rigurosos castigos, logró reprimir las blasfemias, el asesinato, el robo, el adulterio y otros crímenes públicos. Recomendaba que todas las personas adultas, excepto los clérigos y religiosos, contrajeran matrimonio, pero prohibió las uniones entre cristianos e idólatras. El monarca era accesible a las gentes de todas las clases sociales y escuchaba atentamente las quejas de todos, pero atendía con especial benevolencia a los pobres y a los oprimidos, por considerar que, al recibirlos con solicitud, se honra a Cristo, quien nos dejó a los pobres en su lugar al abandonar la tierra.
Se afirma que cierto día en que el rey, disfrazado de aldeano, recorría las calles para distribuir limosnas, un grupo de mendigos se aglomeró en torno suyo, lo derribó al suelo, le atropelló y, en el tumulto, le arrebató la bolsa del dinero y se apoderó de lo que estaba destinado a otros muchos. Esteban soportó con paciencia, con humildad y aun con buen humor aquel ultraje, puesto que se alegraba sinceramente por haber sufrido en el servicio de Nuestro Señor. Para seguirle la corriente, los cortesanos parecieron divertidos con el incidente y aun hicieron bromas; pero en realidad estaban muy preocupados por la seguridad del rey y le rogaron que no expusiera su persona a los peligros; sin embargo, el monarca insistió en que, aun a riesgo de su vida, jamás negaría una limosna a cualquier pobre que se la pidiese. El ejemplo de sus virtudes era más efectivo que cualquier sermón para todo el que caía bajo su influencia. Esto se puso de manifiesto palpablemente en su hijo, el beato Emerico, a quien se debe el código de las leyes de san Esteban. El santo hizo que esas leyes, estudiadas para gobernar a un pueblo rudo, rebelde y recién convertido al cristianismo, fueran promulgadas en todos sus dominios. Pero sin duda, que las prudentes medidas no habían sido calculadas para apaciguar el descontento o la alarma entre los que aún se oponían a la nueva religión, y algunas de las guerras que san Esteban debió librar, tuvieron motivos tanto políticos como religiosos. Después de haber rechazado victoriosamente una invasión de los búlgaros, el rey emprendió la organización política de su pueblo. Comenzó por eliminar las divisiones entre las tribus; después, repartió el territorio en condados con un sistema de gobernadores y magistrados. De esta manera, por medio de una moderada aplicación de las ideas feudales que hacían de los nobles vasallos de la corona, consolidó la unidad de los magiares; al retener el dominio sobre la gente común, evitó que se acumulase el poder en manos de unos cuantos señores. A decir verdad, san Esteban fue el fundador y el arquitecto del reino independiente de Hungría. Pero como lo hace notar el padre holandista Paul Grosjean, si observamos a Esteban fuera de su marco histórico, nos dará una impresión tan falsa como si le comparamos con Eduardo el Confesor o Luis IX. Y por cierto que ese marco histórico fue muy rudo, violento y salvaje.
A medida que pasaban los años, Esteban confiaba una parte cada vez mayor de sus responsabilidades a su único hijo; pero en el año de 1031, Emerico perdió la vida en un accidente de caza y el rey se dejó llevar por un profundo sufrimiento. «¡Dios le amaba y por eso se lo llevó a tan temprana edad!», gemía, atenazado por el dolor. La muerte de Emerico dejó sin heredero al trono y, los últimos años en la vida del monarca se vieron amargados por disputas familiares sobre la sucesión, a las que debió hacer frente mientras soportaba los sufrimientos que le causaban sus enfermedades físicas. Había cuatro o cinco personajes que reclamaban el trono para sí, incluso un tal Pedro, hijo de Gisela, la hermana de san Esteban (que no debe confundirse con la beata Gisela, esposa del rey), mujer cruel y ambiciosa que se había establecido en la corte desde la muerte de su esposo, porque estaba decidida a que su hijo ocupara el trono y, sin el menor escrúpulo, despiadadamente, se aprovechó de la mala salud de Esteban para conseguir sus fines. Por ese entonces, murió el santo, a la edad de sesenta y tres años, en la fiesta de la Asunción del 1038. Fue sepultado en una tumba contigua a la de su hijo, el beato Emerico, en Szekesfehervar. En su sepulcro se realizaron algunos milagros. Cuarenta y cinco años después de su muerte, a pedido del rey san Ladislao de Hungría, el papa San Gregorio VII hizo trasladar sus reliquias a un santuario construido dentro de la gran iglesia de Nuestra Señora, en Buda. Inocencio XI en 1686, fijó su fiesta para el 2 de septiembre, puesto que el emperador Leopoldo recuperó la ciudad de Buda de manos de los turcos en aquella fecha.
Hay dos biografías antiguas sobre san Esteban que datan del siglo once y que se llaman Vita Major et Vita Minor. Estos textos los editó Pertz, en Monumenta Germaniae Historica, Scriptores, vol. XI. A principios del siglo doce, el obispo Hartwig extrajo de esos materiales una biografía que se halla impresa en Acta Sanctorum, septiembre, vol. II. Pueden extraerse otros hechos relacionados con la vida del santo, de Chronica Ungarorum editada en Monumento, vol. I de Endlicher. La imagen proviene de las «Crónicas ilustradas», relato del siglo XII.