Edmundo era el hijo menor de Reinaldo (o Eduardo) Rich y de su esposa, Mabel. El matrimonio habitaba en Abingdon de Berkshire, poseía pocos bienes de este mundo, pero estaba colmado de virtudes y gracias. Con el consentimiento de su esposa y dejando a la familia provista de todo lo necesario, Reinaldo hizo en su madurez la profesión religiosa en el monasterio de Eynsham, donde murió poco después. Mabel llevaba una vida muy austera y educó a sus hijos estricta y piadosamente. A eso de los doce años, Edmundo partió a estudiar a Oxford. Unos tres años más tarde, se trasladó a París a proseguir sus estudios, junto con su hermano Roberto. Naturalmente, los dos chicos tenían cierto miedo de abandonar su patria para ir a valerse por sí mismos en un país extranjero. Su madre los exhorto a confiar en Dios y dio a cada uno una camisa de cerdas, que ambos prometieron usar. Edmundo volvió a Inglaterra para acompañar a su madre en la ultima enfermedad. Mabel le dio la bendición antes de morir. Edmundo le pidió que bendijese también a su hermano y a sus hermanas, pero ella replico: «Ya los bendije en ti, porque a través de ti van a recibir abundantes bendiciones del cielo». En seguida, Mabel confió a todos sus hermanos a Edmundo. Como sus dos hermanas querían ser religiosas, Edmundo las condujo al convento de las benedictinas de Catesby, en Northamptonshire, donde ambas se distinguieron por su santidad y murieron ejerciendo el cargo de abadesas. Edmundo volvió a París a proseguir sus estudios.
En Oxford había hecho un voto de castidad que supo guardar fielmente, aun en las circunstancias difíciles, según cuenta su biógrafo. Llevaba una vida ejemplar en la Universidad, y solía asistir asiduamente a los divinos oficios. Con el tiempo, llego a ser maestro en Oxford, donde se dedicó afanosamente al estudio y la enseñanza de las matemáticas. Una noche soñó que su madre le señalaba ciertas figuras geométricas y le preguntaba que significaban. Edmundo repuso que sus clases versaban sobre estas figuras y ella le respondió, que le sería más útil dedicarse al estudio de la Santísima Trinidad. A partir de entonces, Edmundo se entregó al estudio de la teología, se doctoró y recibió las ordenes sagradas, no sabemos si en Oxford o en París. Durante ocho años, fue profesor de teología en Oxford y, según se dice, fue el primero que enseñó la lógica de Aristóteles en esa Universidad. Tuvo mucho éxito como profesor, como predicador y muchos de sus discípulos llegaron a distinguirse. El santo se interesaba grandemente por ellos, sobre todo por los pobres y enfermos. Consigo mismo era tan austero como lo había sido su madre. Como lo hizo notar un abad de Reading, no descansaba ni siquiera durante las vacaciones. Hacia 1222, fue nombrado canónigo y tesorero de la catedral de Salisbury. Al cargo iba unida una prebenda en Calne de Wiltshire, donde estaba obligado a residir tres meses al año. Edmundo consagró la cuarta parte de sus rentas a crear un fondo catedralicio. El resto lo daba casi íntegro a los pobres, de suerte que lo poco que le quedaba no le alcanzaba para vivir todo el año y tuvo que pedir hospitalidad en la abadía de Stanley, cerca de Calne. El abad le reprendió más de una vez por su liberalidad y falta de previsión. En 1227, Gregorio IX le mando que predicase la Cruzada contra los sarracenos, y le concedió el derecho de recibir un estipendio de cada una de las iglesias en que predicase. Edmundo cumplió la orden con gran celo, pero no acepto estipendio alguno. Sus palabras eran de fuego e inflamaban a sus oyentes. Se cuenta, además, que confirmó con milagros su predicación en Worcester, Leominster y otros sitios. Guillermo Longsword, conde de Salisbury, que durante largo tiempo había descuidado sus deberes religiosos, se convirtió gracias a su predicación y a su conversación. San Edmundo fue uno de los maestros más experimentados de la época en materia de vida interior y solía exhortar, con frecuencia, a los fieles a la oración afectiva. En cierta ocasión escribió: «Miles de personas se engañan multiplicando las oraciones. Yo preferiría decir devotamente cinco palabras con toda el alma, en vez de 5000 sin acompañarlas con el afecto y el entendimiento. Cantad al Señor sabiendo lo que decís; el sentimiento del alma debe acompañar las palabras que los labios repiten». San Edmundo supo unir con tal acierto la experiencia interior con los conocimientos de teología mística y especulativa, que llegó a un alto grado de contemplación.
Después de tres votaciones que fueron anuladas, san Edmundo fue elegido arzobispo de Canterbury, una sede que había estado largo tiempo vacante. Los electores enviaron algunos hombres a Calne para dar la noticia a san Edmundo y acompañarle a Canterbury. El santo, que al parecer no sabía nada, protestó contra la elección. Entonces, los enviados acudieron a Roberto, obispo de Salisbury, quien mando al santo que aceptase. Edmundo se sometió, no sin resistencia, y fue consagrado el 2 de abril de 1234. Pocos días después tomó parte en un parlamento reunido en Westminster, cuyos miembros informaron a Enrique III del estado lamentable del reino y le pidieron que despidiese a los ministros indignos de ese cargo. Así lo hizo el monarca, quien envió a san Edmundo y a otros obispos al occidente del país a negociar una tregua con Llewelyn de Gales y otros nobles desafectos a la corona. Por entonces, san Edmundo nombro canciller de su diócesis a san Ricardo de Wyche, quien fue más tarde obispo de Chichester. Según parece, Ricardo de Wyche y Roberto Rich, hermano de san Edmundo, permanecieron con él hasta su muerte. En 1237, san Edmundo presidió la ceremonia de la solemne ratificación que hizo Enrique III de la «Carta Magna», en la abadía de Westminster. Desgraciadamente, el matrimonio del monarca con Eleonor de Provenza había abierto la puerta a los ministros y favoritos extranjeros. Enrique III había obtenido que el cardenal Otto fuese nombrado legado pontificio para que apoyase su política contra los barones ingleses. San Edmundo reprendió por ello al rey y le predijo que el nombramiento del legado produciría todavía más desordenes en el reino. El cardenal Otto produjo muy buena impresión a su llegada, pues se negó a aceptar los presentes que le habían enviado todos los bandos. En calidad de legado, presidio un sínodo reunido en San Pablo, que promulgó cierto numero de cánones sobre la disciplina del clero y sobre los beneficios eclesiásticos; pero algunos cánones favorecían a los extranjeros contra los ingleses en materia de beneficios, y fueron muy mal recibidos. Enrique III se las arreglo para valerse del legado contra san Edmundo y los obispos y barones ingleses.
El amor y la solicitud por la paz fueron característicos de san Edmundo. Sin embargo, prefirió romper con todos sus amigos y enemistarse con ellos, antes que aprobar o tolerar la menor desviación de la justicia y el derecho. La hostilidad de sus enemigos jamás le hizo perder la paz, ni disminuyó la tierna caridad con que los amaba. San Edmundo parecía indiferente a todas las injusticias que se cometían contra él. Acostumbraba decir que las tribulaciones eran el alimento con el que Dios fortalecía a las almas, y las consideraba como una miel agridulce de la que su alma debía alimentarse en el desierto de esta vida, como san Juan Bautista. Nicolás Trivet, el cronista de la orden de Santo Domingo, cuenta que san Edmundo solía llevar siempre en su comitiva a algún sabio dominico. Uno de estos que murió a edad muy avanzada, refirió al cronista la siguiente anécdota: En una ocasión, el santo había invitado a comer a varias personas, a las que hizo esperar largo tiempo. Como la comida ya estaba servida, Ricardo, el canciller de la diócesis, fue a llamar a san Edmundo y le encontró en la capilla, absorto en oración, elevado varios palmos sobre el suelo.
Las injusticias y abusos cometidos por Enrique III en materia de relaciones entre la Iglesia y el Estado no fueron las únicas dificultades de san Edmundo. Los monjes de la Christ Church de Canterbury, a quienes estaba confiada la catedral, se levantaron contra el arzobispo en defensa de ciertos presuntos derechos. Aunque san Edmundo se mostró dispuesto a negociar y el legado pontificio aconsejo a los monjes que se sometiesen, éstos se obstinaron hasta que el escándalo se divulgó por todo el país. San Edmundo decidió presentar personalmente el asunto en Roma en 1237. Una noche, el Papa le llamo después de completas. San Edmundo contó al Pontífice que su recado le había llegado cuando estaba en oración. El Papa replicó sonriendo: «Vos seríais un monje excelente». El santo contesto: «¡Pluguiese a Dios que fuese yo un buen monje y me viese libre del peso de los negocios! !Cuan feliz y apacible es la vida de los monjes!» En todo caso, los monjes de Canterbury no eran apacibles, de suerte que el arzobispo se vio obligado a excomulgar a diecisiete de ellos a su regreso. El rey se opuso a san Edmundo y sus sufragáneos. Lo mismo hizo el cardenal Otto, quien absolvió a los monjes que san Edmundo había excomulgado, desautorizó varias decisiones suyas de gran importancia, y llegó hasta usurpar los derechos personales del primado de Inglaterra. En un concilio reunido en Reading el legado exigió que los obispos y el clero contribuyesen con la quinta parte de sus rentas a los gastos de guerra del Papa contra el emperador Federico II. Para entonces, existía ya un gran descontento por la cantidad de beneficios jugosos que poseían en Inglaterra ciertos personajes, en su mayoría italianos, que habían sido nombrados por el Papa y no habían puesto jamás el pie en el país. Ello traía consigo grandes daños materiales y espirituales. El mayor enemigo de ese abuso era el piadoso Roberto Grossatesta, a quien san Edmundo consagro obispo de Lincoln. Los obispos pidieron consejo al primado. San Edmundo les dijo: «Hermanos míos, bien sabéis que vivimos en una época tan difícil, que más nos valdría estar muertos. Tenemos que hacer de la necesidad una virtud, porque el Papa nos tira de un lado y el rey de otro, y no veo como podemos oponerles resistencia».
Enrique III solía dejar vacantes las sedes y sus beneficios para disfrutar de sus rentas y aun llegaba a impedir las elecciones con el daño consiguiente para los fieles. San Edmundo había obtenido de Gregorio IX un breve, según el cual, cuando un oficio o beneficio permanecía vacante durante seis meses, el metropolitano podía aplicar las rentas a cualquier catedral o iglesia abacial. Cuando Enrique III consiguió que el Papa anulase dicho breve, san Edmundo empezó a aparecer como una figura semejante a la de Tomas Becket. En efecto, el gobierno de su diócesis se le había hecho casi imposible, pues el cardenal Otto anulaba todas las medidas que él tomaba. Así pues, san Edmundo decidió salir del país. Se despidió del monarca, bendijo a la nación, «se detuvo sobre una colina en las proximidades de Londres» y se embarco en Thanet. «Mirando hacia las costas de Inglaterra, se echo a llorar amargamente, pues presentía que nunca volvería a verla.» El santo se asilo en la abadía cisterciense de Pontigny, «donde se refugiaban todos los obispos que habían sido expulsados de Inglaterra por defender la justicia ... El bienaventurado mártir Tomas había esperado ahí durante dos años el premio que merecía su vida». Durante los pocos meses que paso en la abadía, san Edmundo vivió como uno de tantos monjes; escribía en el «scriptorium» y predicaba en las poblaciones de los alrededores. En 1240, su mala salud le obligo a trasladarse al priorato de los canónigos regulares de Soissy. Allí murió al amanecer del viernes 16 de noviembre, Después de haber levantado la excomunión a los monjes de Canterbury y de haber enviado su camisa de cerdas a su hermano Roberto y su capa y una imagen a sus dos hermanas. Fue sepultado en la iglesia mayor de Pontigny, donde se conservan todavía sus reliquias con gran veneración. Su canonización tuvo lugar seis años mas tarde. La fiesta del santo se celebra en casi todas las diócesis de Inglaterra, en Meaux, en Sens y en los conventos cistercienses.
En conjunto, estamos muy bien informados acerca de la vida de san Edmundo. Además de los abundantes datos que se encuentran en las crónicas contemporáneas, como la de Mateo Paris, hay por lo menos cuatro biografías serias. Desgraciadamente, no sabemos quienes fueron sus autores. Es de suponer que fueron compuestas por Roberto Rich, Beltran (prior de la abadía cisterciense de Pontigny), Mateo Paris, Eustacio (monje de Canterbury) y Roberto Bacon (fraile dominico, tío o hermano del celebre franciscano Roger Bacon); pero es imposible identificar al autor de cada una. El texto más largo y tal vez el más satisfactorio puede verse en Martene y Durand, Thesaurus novus anecdotorum, vol. III, pp. 1775-1826. El segundo fue publicado por W. Wallace en su Life of St Edmund of Canterbury (1893), pp. 543-583, junto con otros dos, pp. 589-624. además de esta excelente obra, existen las biografías de la baronesa de Palavicini (1898), Mons. Bernard Ward (1903) , y M. R. Newbolt (1928). Parece que algunos tratados teológicos de san Edmundo pasaron inadvertidos en un manuscrito, según lo demuestra Mons. Lacombe en un articulo titulado Quaestiones Aberdonenses, en Melanges Mandonnet (1930), vol. II, pp. 163-191.